C . 17

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Eva

Rapha se había ido y ahora se encontraba un hombre con túnica blanca y capucha, junto a él un libro bastante grande, no parecía interesado en mí, parecía ir tranquilamente a una mesa donde ahí dejo el libro, abrió su túnica y de allí sacó una especie de rosario, pero no era el normal, en la punta en vez de tener la cruz con Jesús se encontraba un círculo con un palo que lo partía a la mitad. Era color plateado, quizás de plata, tenía cuentas plateadas también. El hombre comenzó a acercarse a mí, intente correrme para atrás, estaba aterrada. Cuando lo tuve lo suficientemente cerca de mí pude distinguir a un señor, no era uno ya en la adultez, pero se le notaban las canas, con una barba de unos días sin afeitar, ojos fríos, ojeras y con una sonrisa sin gracia se posó frente a mí.


—Te quitaremos de ahí Eva, solo tienes que confiar, Raphael, él nos contactó, aunque creo que te acuerdas de nosotros, pero si no es así no me importaría darte algo para que recuerdes— Miro mi cuerpo perversamente —Pero eso no nos interesa ahora, podríamos hablar de ello más adelante— Tomó el collar y lo coloco en mi cuello, era pesado pero no quemaba ni nada por el estilo, no sé verdaderamente por qué me esperaba que pasara aquello.


Tomó una copa con líquido, parecía ser vino, o eso creí hasta que la volcó sobre mi cabeza, un olor nauseabundo me inundo, quería vomitar.


—Sangre de aquellos a quienes asechaste


Caminó a mí alrededor.


—Tierra que maldijiste


Me arrojó tierra


—Sangre del que ocupas


Con una daga de empuñadura dorada se acercó a mí, tomo mi cuello y rozo levemente mi mejilla con ella. Ardía, esa daga tan pequeña, pero filosa como una navaja había hecho un corte rápido y grande, desde la parte superior de mi pómulo hasta la zona de la comisura de mis labios. Era lo suficientemente larga y profunda para que cayera una limpia gota gorda de sangre desde la herida y cayera en una especie de copa de cristal con pequeños decorados con hilos de oro.

Se fue hacia la mesa donde tenía depositado su gran libro y lo abrió a la mitad, como si fuese aleatorio y posó la copa ahí. En ningún momento dio señales de acercarse a mí a limpiar mi herida, pero si se acercó para ponerme una correa de cuero en mi cabeza, cuello, abdomen, piernas y brazos.

Pelee mientras que él las ataba, le di patadas, cabezazos, escupitajos, lo que sea con tal de alejarlo de mí, pero en respuesta solo ataba con más fuerza los cintos. Y ahora que veía más detenidamente los cinturones tenían cables. Rápidamente subí la cabeza asustada, vi el recorrido de los cables, iban desde mi cuerpo hasta la mesa.

MARÍA SANGRIENTA©️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora