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No sabía qué hora era. La casa no tenía ningún reloj. Sólo una cocina de lo más pequeña con un refrigerador. Pero el ambiente comenzaba a oscurecerse así que tomé la decisión de actuar.

Decidí que, sea como sea, todo tendría una explicación lógica. Vaya Dios a saber con qué clase de alimentos nutrían a esos niños. Considerando a su padre, uno podría esperar cualquier cosa, en realidad.

Los observé bien, ya lejos de ellos, en la seguridad que me otorgaba la distancia. Allí había piel, mucha piel y ningún indicio de desnutrición. Yo conocía a ese tipo de niños porque llegaban a diario. La poca comida en sus organismos no sólo los afectaba a nivel corporal. Era muy común ver que, además, eran niños perdidos en el tiempo. Según muchos especialistas, eso era retardo mental por desnutrición. Y esos niños, tan aparentemente conscientes de su entorno, no daban la impresión de estar retardados.

Y ahora mismo, mientras escribo esto, me recuerdo a mí misma la cantidad de profesionales que estarían en desacuerdo con mi observación tan a la ligera. La realidad humana era demasiado compleja como para comprenderla con un simple vistazo. Lo sé. Pero en ese momento tan agonioso por el que estaba travesando mi psiquis, lo que yo menos quería asumir era que se trataba de niños caníbales que en cualquier momento tendrían hambre.

Al final, después de buscar como tonta a todos lados, evitando pasar junto a los niños por pura precaución, encontré un conjunto de llaves abandonadas sobre una decrépita mesita. Con la esperanza a tope corrí hacia el carro y me subí en él. Intenté encenderlo como tres veces hasta que, por gloria del destino y de mi propio llanto, el motor reaccionó. Con debilidad, eso sí, pero reaccionó al fin.

No estaba muy segura de llegar a ninguna parte. En primer lugar porque nada sabía de conducir, porque poco conocía sobre el lugar en el que me encontraba y porque tendría que ser bastante precavida dado que, evidentemente, los niños vendrían conmigo.

La mamá luchona secuestrada en la que me convertí me obligó a pensar en esos niños y en su bienestar. Les busqué ropa, biberones y pañales. En la casa solo quedaban un par, pero me hice con ellos sin problemas y envuelta en un empoderamiento que me brotó de la nada.

El coche tenía dos pequeños asientos para bebés. Los aseguré tanto a Javi como a Mica, que no dejaba de mirarme con asombro, sobre ellos. Noté que parecían olfatearme y eso me puso incómoda. Cuando cerré la puerta, sus ojitos me interceptaron a través del cristal del auto, por tanto tiempo y con tanta profundidad que sentí un escalofrío.

Me repetí, en mi fuero interno, los ocho meses.

Yo no era su madre y por eso me observaban y me olían.

«Mira cómo terminó la madre» dijo cierta voz perversa en mi cabeza.

«Son niños» me recordé, «Sólo niños».

Subí al auto, respiré hondo. Revisé sus cuerpitos a través del espejo retrovisor, junto a las bolsas con todo lo que necesitaría para ellos y pensé que deberían estar llorando porque tenían ocho meses y porque yo no era su madre. Y sin embargo ahí estaban, bastante despiertos, esperando que yo encendiera el auto. Y lo hice.

Y así fue como me condené.

MACABRO ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora