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—Y bien —pronunció la terapeuta en cierto momento, incitándome, con una mano algo levantada, a continuar—. Dime qué pasó luego.

Necesité parpadear un par de veces para poder concentrarme. Las arrugas de la anciana, después de eso, se volvieron más pronunciadas.

—Perdona, ¿qué cosa?

Ella realizó un gesto que no pude descifrar. Creo ahora que era entre molesta y exasperada, pues hacía largo rato yo me hallaba allí, con las palabras en la boca, y cuando intentaba soltarlas me perdía en mis propios recuerdos.

Era la tercera vez que me distraía en mi propio relato en menos de una hora de terapia y eso le ponía los pelos de punta.

—Dices que encontraste cartas —me recuerda—. ¿Por qué decidiste hurgar en las cosas de la casa?

—Pues, porque necesitaba encontrar las llaves del auto.

Julia, sí, ese era su nombre. Vaya nombre horrendo, ¿verdad? En fin, ella me miraba, como siempre, con el ceño fruncido como si no comprendiera ni la mitad de lo que estaba diciendo, o como si pensara que todo era una maldita mentira.

Parpadeé varias veces, conteniéndome de perder la paciencia, y me reacomodé en el asiento. Sabía que debía de cuidar mis palabras. La verdad estas cosas eran muy confusas. Me refiero a los interrogatorios.

Lo sé, esto es terapia, se supone que existe una diferencia pedagógica de por medio. Con Julia esa diferencia era... bastante cuestionable.

Si yo repetía demasiadas veces la historia, era sospechoso porque sonaba como «premeditado», y por el contrario si decidía cambiar un mínimo detalle sin agregar la palabra «ahora recuerdo que...» estaba inventándome la vida.

Así que yo debía decirle a Julia lo de las cartas sin mencionar las cartas.

Qué estrés.

—Encontré las cartas de ese hombre —expliqué, despacio, con paciencia y amor. No saben lo satisfactorio que sería para mi hablar de esto con alguien que... que no me mire así, como si escuchara una mentira o a una loca—. Y después, entre las páginas, encontré cosas sobre mí.

—Y... dime —Julia llevó los ojos hacia sus papeles y luego los puso sobre mí de nuevo, como si no tuviera remedio—. ¿Cómo dices que se llamaba ese hombre?

—Hernán —respondí, pero no estaba muy segura. Ella volvió a ver las hojas.

—Aquí dice que tu dijiste que se llamaba Edgar.

—Sí, Edgar, puede ser —admití.

Mierda. Acababa de demostrar su punto. Me había lanzado al pozo yo sola, sin la ayuda de nadie, y por una pregunta tan tonta. Y esa expresión que dilucidaba su rostro, que dejaba en claro que no me creía nada, se acentuó.

Mierda

—¿Puedo continuar? —pregunté, algo fastidiada, después de que la vi asentir y humedecerse los labios, como si hubiera ganado un juego de póker. No. Peor. Como si estuviera a dos segundos de ganar la partida y me encontrara haciendo trampa. Esa expresión de absoluta superioridad.

Pero yo no estaba mintiendo.

—Claro —dijo—, puedes continuar.

MACABRO ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora