1

39 7 7
                                    


Eran las cuatro de la tarde la última vez que chequé la hora en la pantalla de mi teléfono celular. Lamentablemente para mí, no volvía a checar la hora en mi teléfono celular después. Estaba acostumbrada a llegar a salvo a casa, todos los días, todas las tardes.

Pero existió aquella excepción.

Habría sido las seis de la tarde cuando pasó, porque yo salía como todos los días a esa hora del trabajo y poco me importaba llegar tarde a cualquier lugar.

La rutina de esos días era fácil. Jueves. Trabajar por la mañana en el centro para niños especiales, volver a casa, alimentar a Copito, mi gato rubio y gruñón, echarme a la cama y ver una película. Comer palomitas o estar con amigas.

Aquel día no vería a ninguna amiga porque, de hecho, solía ser bastante solitaria los días de semana. Prefería estar en silencio después de soportar tantas horas a niños gritones y descontrolados. No quiero confundirlos, yo amaba mi trabajo. ¡Era mi trabajo! Sólo que a veces me agotaba demasiado.

Ese día salía de camino a casa, muy agotada, pero bastante animada, en realidad. Yo tenía esa costumbre; ver a alguien a los ojos, sonreír y saludar. Todo esto sin dejar de caminar.

Ah, sí, yo era muy tonta y me gustaba caminar.

Otro pequeño error.

Era cosa de mamá. Ella me decía, muy a diario, que tenía las piernas muy grandes y debía de hacer ejercicio. Ella por supuesto que no mentía. ¿Recuerdas eso que dicen de que todas las madres te ven hermosa? Bueno, conmigo eso no sucedía. Mi madre me veía, por costumbre, siempre algún defecto. Un glorioso y repulsivo defecto.

Primero era mi nariz algo gorda y poco estética, luego mis piernas grandes (eso no puedo negarlo) y luego mi cabello, demasiado alborotado y poco elegante. Las observaciones podían o no terminar en la forma de mi trasero o en las pestañas de mi ojo que debería arquear con máscara para dale vida a mi cara.

En fin... Ah, que yo estaba caminando, sí.

Y se acercó un sujeto.

Si lo veías bien, no tenía nada extraño. Ahora puedo recordarlo con otras facciones. Sonrisa forzada, ojos caídos y se había acercado a mí a propósito, con la pura intención de dialogar conmigo.

Como toda muchacha tonta yo siempre tomaba el mismo camino a casa, y en ese momento no lo pensé, pero ahora se me hace muy lógico creer que me estaba esperando, porque en todos los pasos que dio para llegar a mí, no me apartó la mirada. Y yo venía distraída porque justo a mi lado se exhibían vestidos bastante veraniegos; de esos que me gustaba usar porque no afectaban mis piernas gordas y grandes, y porque era difícil encontrarlos un país tercermundista donde las modas nunca llegaban a tiempo.

América Latina, señores.

—Hola —dijo él—. Disculpa, ¿tienes hora?

Carajo, fui estúpida porque ese era un truco evidente. Pedirme la hora. Claro. Y, ¿sabes? no tomé el celular para checar la hora, porque antes de que pudiera responder algo, él continuó hablando.

—¡Oh! Tú has de ser esa profesora del hospital especial.

MACABRO ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora