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Cuando logré abrir los ojos sentí jaquecas y lo primero que vi fue un farol, blanco, tambaleándose frente a mí. Moví un poco la cabeza, sintiendo todavía más dolor, y divisé el rostro del sujeto. El mismo de la calle camino a casa. El mismo que, al parecer, había golpeado mi cabeza.

No sonreía, ni estaba serio. Me observaba de nuevo pero esta vez conteniendo el llanto. Apretando los labios, arrugando la frente y con los ojos agrietados desprendiendo lágrimas. No puedo decir que se veía peligroso, al contrario, era la figura de una víctima en todo su esplendor. Se abrazaba a sí mismo y de a ratos negaba con la cabeza, como si no pudiera creérselo. Yo allí era un productor de su macabra mente, pero aparentemente él también era víctima de ello. Sudaba y estaba mugriento. Casi podía imaginar su aroma corporal; tan podrido como la situación.

Pero yo estaba muy tonta como para simplemente tomarme el atrevimiento de salir corriendo, aunque lo deseara con todas mis fuerzas. Se desprendía cierto ruido en el aire que yo no podía comprender, aunque sería cuestión de tiempo.

Entendí, mientras el sujeto lloraba, que me encontraba en una especie de cocina pequeña de alguna casa abandonada, o tal vez tan solo sucia y descuidada. A decir verdad, la diferencia no importa demasiado.

—Lo siendo —habló él, con la voz gutural, inentendible por lo agrietada que estaba—. Yo... yo no quería hacerte esto.

—¿Qué...? —pronuncié—. ¿Qué pasa?

—No puedo seguir así —dijo él, y en cierto momento se hizo con una pistola, que sacó de la parte trasera de su pantalón. El corazón comenzó a latirme con velocidad. Si bien los objetos a mi alrededor continuaban moviéndose, oleando, en contra de mi voluntad, podía entender exactamente qué era lo que estaba sucediendo.

—Espere... —musité, y aunque intenté que sonara fuerte, no lo logré, apenas fue un hilo de voz.

—¡Yo no puedo! ¡¿comprendes?!

Alcé las manos para cubrirme la cara, o mostrar mis palmas. En realidad, ahora no entiendo muy bien qué pretendía hacer entonces, pero ser víctima de un secuestro te coloca en una posición bastante incómoda en la que tus reacciones no suelen tener mucha explicación. La cosa es que, cuando lo hice, noté un detalle.

Mis pantalones seguían ahí. De hecho, toda mi ropa seguía ahí. Apretándome el cuerpo. Apretando mis piernas grandes y mis escasas curvas. Mis vaqueros, mi camiseta marrón y aburrida y mi chaqueta de algodón.

Estaba intacta, evitando mencionar la posible fisura en mi cabeza, yo estaba intacta. Lo que me decía con claridad que aquel sujeto no pretendía, quizás, abusar de mí.

Mis dudas se aclararon cuando alzó la mano y señaló un punto de la habitación. Seguí la dirección, como perro obediente y asustado, y me encontré con una imagen que me dejó bastante confundida.

Una niña. Una bebé. Con pañales y dos chuletitas en la cabeza amarrando su poco cabello. Llevaba una remerita blanca toda manchada, Dios sabrá con qué, y la cara toda mugrienta. Yo me debatía entre vómito y comida, pero dada la situación, asumí que tal vez era vómito, o una mezcla entre las dos.

—Esa niña —pronunció el hombre, que seguía señalándola—. Es un monstruo... ¡Yo no puedo con ella!

A este punto mi mente dejó de dar vueltas y el espacio paró de agitarse. Todo se quedó, para mi puro agradecimiento, quieto. La voz del hombre ya no perturbaba tanto mi mente. La estabilidad de mi cabeza había logrado aplacar algo de eso. Pero la beba allí, sentada, pequeña y rechoncha, mirando la situación, me revolvía el estómago todavía más que la pistola.

—¡Espera! —pronuncié, aún con las manos en alto—. ¡Necesito que se relaje y no le haga daño a la niña!

—¿No comprende? —cuestionó, y una mezcla muy macabra, entre llanto y risas, brotó de él—. ¡JA! —bramó—. ¡HACERLE DAÑO!

Y comenzó a reír a carcajadas, fuertes y desgarradoras que me hicieron pensar que podría quedarse sin habla de continuar. Pero continuó, por un largo periodo de tiempo, uno que me perturbó y me erizó la piel. Y ante el estruendo la beba comenzó a llorar.

—¡Señor! ¡por favor! —supliqué, y el sujeto paró de reír. Mi voz no le gustó en lo absoluto, pues clavó sus oscuros ojos sobre mí y me apuntó con su arma. Yo quedé dura, en el lugar, con el corazón haciéndome tumbos en el pecho y la respiración acelerada. Mis ojos húmedos amenazaban con soltar lágrimas de seguir allí, siendo observada por la punta de aquella pistola negra, pesada y grande.

—¡CALLA! —ordenó. El sonido de su voz me obligó a hacerme un ovillo en el lugar. Pero la niña seguía llorando, cada vez más desgarrada, y tras verla de reojo para contemplar nuevamente su estado, noté que en su rostro no había vomito ni comida, como me lo hubiera imaginado.

No.

Las mejillas de la pequeña, en cambio, al igual que sus manitas, se manchaban con un color rojo, muy cargado y fresco. Lo primero que cruzó mi mente, en ese instante, es que se trataba de sangre.

MACABRO ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora