19

4 4 0
                                    


Cuando me estaba alejando del auto me detuve. Frené casi de golpe porque la culpa me estaba carcomiendo.

Eran niños.

¡Mierda! ¡Eran niños! No podía simplemente darme el lujo de dejarlos, como si yo fuese una persona falta de sentimientos como cualquier otra, y como si la vida de dos pequeños inocentes no valiera el riesgo de mi vida. Pensé, mientras temblaba y lloraba por la grieta en mi brazo, que si los dejaba allí jamás me lo perdonaría y sufriría la misma agonía que estaba sufriendo ahora por el resto de mi vida.

De cualquier forma me estaba condenando.

Pero prefería condenarme sin sentir tanta culpa, así que volví. Por mis dos ovarios que volví. Sintiendo un terror eterno a dos pequeños bebés, como si todo mi instinto maternal me suplicara que diera la vuelta, gritándome que aquellos no eran niños normales.

Cuando volví al auto sólo Javi reparó en mí, pues Mica se encontraba muy concentrada en el contenido de sus manos, que no paraba de ingerir, aunque probablemente allí ya no había nada.

No eran la cosa más horrible que había visto. A la vista, eran niños hermosos, de cabello castaños y ojos saltones y redondos, repletos de vida y consciencia. Dignos de una portada de revista, si les quitabas toda esa sangre de la cara y los dientes en punta.

Como dijo mi terapeuta, Julia, ellos eran como yo. «Demasiado parecido a ti» como le gustaba resaltar. Porque desde su perspectiva psicoanalítica, eso significaba que todo había sido una simple alucinación y que yo, en mi agoniosa vida de trabajadora, presa de los horarios inhumanos y las condiciones limitantes de una vida de clase media, había colapsado. Un brote psicótico. Y me tuvieron en tratamiento bastante tiempo, como si la marca en mi brazo fuese sólo cosa mía.

Por supuesto que nadie me creyó el inicio de la historia, así que tampoco me molesté en contar todo lo demás, aunque en cierto momento intenté hacerlo. Quizás Julia ya estaba cansada de que insistiera con la anécdota, con la verdad, con todo lo que pasó y que yo vi, porque rápidamente alzó la mano y repitió «brote psicótico». Y ahí quedo.

Continué conduciendo en silencio, revisando ahora con más intensidad a los dos que se encontraban en el asiento trasero, observándome, como siempre, pero eventualmente más distraídos que de costumbre, como si mi carne los hubiera relajado.

Respiré hondo. Muy hondo, y me mentalicé de que necesitaba llegar a algún sitio repleto de gente para aclarar las cosas, para pedir a alguien ayuda. Contaba con la posibilidad de ser rescatada por un príncipe azul de brillante armadura y ya ves que, hasta entonces, el condenado no había aparecido. Pero necesitaba creer en algo, tener fe, porque mientras conducía repasaba mentalmente todas y cada una de las patologías; de las más extrañas a las más comunes, y no encontré nada como eso.

A este punto, mi mente ya teorizaba muchas cosas. Algunas con sentido, otras realmente esquizofrénicas.

Al final los tres terminamos encontrando un espacio verde junto a una colina. Al frente se imponía una cafetería, de esas que están en medio de la nada y sirven como punto de descanso. Y quise entrar, así que comencé a desabrocharme el cinturón muy rápido cuando noté sombras moviéndose dentro.

Bajé del auto tan rápido como pude y me encaminé hacia la muchedumbre. Descubrí que eran muchos y que estaban en una fiesta bastante particular.

Otra de las razones por las que nadie habría de creerme.

Todos estaban vestidos como vagabundos, casi tanto como yo, de modo que pienso que por eso no llamé la atención. De seguro yo estaba toda mugrienta, húmeda, herida y con el rostro repleto de maquillaje corrido. Pero ellos también. Bailaban, se reian y se recogijaban. Daba la plena impresión de que hacía horas se encontraban así, con bebidas en la mano y ojeras en la cara.

¿Entiendes a lo que voy? Se veían tan mal como una chica que fue secuestrada. ¡Así de mal!

Y mientras yo intentaba comprender a mediar todo lo que estaba pasando, todos, en muchedumbre, pegaron alaridos entre risas y gritos que me asustó demasiado. Me moví con el impulso de buscar refugio y me escondí detrás de un árbol, con el corazón acelerado y el miedo azotando. Casi tan histérica como en la casa, con la punta de la pistola en mi cara, o como cuando decidí marcharme después de ser masacrada.

No sé cuándo pasó que los alaridos se apagaron, pero he de decir que escuché un ruido antes.

A todo esto, había bajado del coche de prisa, muy de prisa, y no había colocado el freno de mano. Las ruedas se deslizaron lento, probablemente, muy lentamente, como dándome tiempo de reaccionar, de dar nuevamente un paso hacia delante para detener el carro. Pero yo estaba asustada porque me había estado aguantando el miedo por mucho tiempo. Arrinconada, detrás de un árbol, no podía darme cuenta de nada hasta que el ruido lo volvió evidente. Y todos en la fiesta, que en un principio se vanagloriaban en alcohol, ahora hacían silencio.

—¡La pendiente! —gritó uno de ellos, y yo me arrinconé todavía más.

Sentí que perdía la cabeza por completo. Yo no era yo y esa no era mi propia cabeza.

En cierto momento —y digo en cierto momento porque todo se me antojó demasiado confuso, como una sucesión de escenas conflictivas sin relación entre ellas—, observé mi brazo y noté que seguía sangrando.

No voy a negar del todo las palabras de Julia. Sí, era muy probable que mi mente sufriera un brote psicótico. Pero eso no significa que toda mi anécdota fuera más que patrañas, asquerosos impropios productos de mi mente. Esos niños eran reales y me consta. El brote psicótico, tal vez, lo padecí ahí, en ese momento arrinconada como tonta detrás de un árbol mientras todos corrían hacia el auto, en busca del rescate.

Una alarma constante, gritos de todas partes y mi propio ruido interno. Necesité tomar mi cabeza para contenerme, porque tenía ganas de salir corriendo, de salir gritando hacia cualquier sitio que los pies me permitieran. Y cuando ya estuve lo suficientemente bien como para alzar la vista, los noté.

MACABRO ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora