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Y es que se trataba de sangre. No podía ser otra cosa. Era exactamente ese tipo de rojo que yo notaba cuando, de pronto, me cortaba el borde de una uña que ardía como el demonio, o cuando Copito me rasgaba la piel en uno de sus tantos arranques de ira. Era el mismo rojo.

Y entonces otro niño se acercó, gateando, y atravesó la puerta frente a nosotros. Arrastraba sus piecitos con dificultad y observaba el alrededor como ausente, como todo niño de un par de meses de vida, que poco entiende de las situaciones.

La escena fue tan bizarra que me pensé dormida, en la comodidad de mi cama, soñando algo con Copito entre las piernas.

El sujeto peligroso, el que tenía el arma entre las manos, dio unos pasos hacia atrás cuando el segundo niño se acercó. Este, a diferencia de la niña, era varón. Al menos eso parecía dado que no tenía dos chuletitas. Y tenía el cabello lacio y castaño y los ojos igual de celestes que la niña. Y, además, obedeciendo la línea perversa de hechos: las mejillas rojas.

Se me cruzó por la cabeza que el animal que sostenía el arma habría golpeado a las criaturas, las habría maltratado de algún modo y las habría afectado físicamente.

—Ahora son tuyos —pronunció, y los ojos se le llenaron nuevamente de lágrimas. Me miró fijamente, por unos segundos, descubriendo los mismos ojos celestes de los niños, sólo que un poco más opacados y lúgubres, casi grises. Negó con la cabeza—. Lo siento. Lo siento.

Y justo cuando pensé que iría a dispararme para terminar con mi agonía, el sujeto comenzó a dar pasos hacia atrás, muy lentamente, apuntándome con aquella cosa negra que sólo funcionaba para la destrucción. Y se aproximó a la puerta. En todo momento no me apartó la vista y cuando ya tuvo su mano en la manija, la abrió, revelando un exterior cubierto de árboles y colinas. Me pensé como en un lugar remoto, muy alejada de la civilización. Finada por una bala anclada en mi cráneo, despidiendo sangre y dejándome tiesa, en el suelo.

Pero antes de hacer nada, él continuó dando pasos hacia atrás. Y cuando pensé que las cosas no podían volverse más tétricas, el mismo hombre que me había secuestrado se marchó.

MACABRO ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora