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Ante el miedo, no me quedó de otra que no moverme y quedarme quieta, en el lugar, rezando. Yo no era católica, pero en momentos de desesperación uno converge a cualquier cosa.

La niña continuó llorando hasta que el ruido acelerado de un coche fue más fuerte que ella. Me quedé helada, como tonta, tendida en el suelo encogiéndome sobre mi misma hasta que tuve el valor de ponerme de pie. Alcé los ojos, con cuidado, sobre el marco de una ventana que daba hacia donde yo estaba segura que había escuchado el ruido, y descubrí un camino de tierra con dos marcas alargadas y pronunciadas. Al cabo de un rato en el que miré, temblorosa, el alrededor, noté que él ya no estaba.

Habría tomado el coche, de haberse encontrado allí un coche, y se habría marchado. Y yo me quedé con dos niños, sola, en una casa perdida en algún sitio.

Dado que la niña no paraba de llorar la tomé entre mis brazos y conforme la acunaba, como podía, para que se relajara, revisaba a medias todo su cuerpito para comprobar que no se encontrara herida. El niñito en el suelo, en cambio, me observaba como confundido, quizás cuestionándome dónde estaba su madre y a dónde se había marchado su padre. Al menos yo ya había decidido que aquél hombre, perturbado y con un arma, era su padre y no un simple extraño.

Mi cuerpo no paraba de reaccionar a la adrenalina y yo no para de temblar. Con los dedos así, al borde de un ataque epiléptico que me dejara en el suelo, acaricié la mejilla del último niño y comprobé su estado. Él estaba sano y salvo y la niña también. Pero ambos continuaban con los rostros pintados, y cuando alcé la vista para notar lo que habría en aquella habitación, lo descubrí.

Y quedé helada y, de no ser por la niña entre mis brazos, habría dado un brinco hasta el otro extremo de la habitación. Pero lo único que pude hacer entonces fue cubrirme la boca, con muchísima fuerza hasta sentir mis dientes, para no gritar.

—¡Dios Santo! —logré exclamar con el hilo de voz que la situación me permitía—. ¡Esto no es real! ¡Esto no es real!

Con el pecho abierto en dos, el cadáver putrefacto de una mujer se exponía tendida sobre la alfombra. Tenía los brazos extendidos en forma de cruz y la mandíbula descolocada. Todo su cuerpo eran manchones enteros de sangre y sus órganos se encontraban totalmente expuestos. Me aterré cuando noté, en un vistazo muy pero que muy rápido —puesto que la imagen me asqueaba— que estaba falta de ciertos órganos. Tal parecía que alguien le había abierto el cuerpo y le había robado un par. Y sin embargo sobre la alfombra había dejos de carne, trocitos, como quien los arranca y los va dejando en el alrededor.

Y yo, después de controlar la respiración y tomar al último niño, que intentaba a toda costa acercarse al cuerpo putrefacto de la mujer, para que se alejara, me quedé tendida en el otro extremo de la habitación. Estaba cegada, afectada e idiotizada, porque mi cabeza no dejaba de debatirse ante la tentación de llorar y la de repetirme, en mi fuero interno, que en realidad sin ese hombre allí mi vida estaba a salvo.

MACABRO ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora