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Julia me observaba con los ojos entrecerrados, con la típica postura de alguien que te escucha, pero que no es tu amigo.

Intenté fingir, por algún motivo, que eso no me inquietaba. Acomodé mi postura sobre la silla e intenté controlar mi respiración. No era la primera vez que me encontraba en una situación como esa; en la que mentir es más factible que decir la verdad, porque la verdad involucra una maraña de sinsentidos, de imposibles dignos de la mente de un delirante. Mentir sería decir que esa noche yo estaba muy cansada, que yo estaba intentando solucionar problemas personales por alguna ruptura emocional y por la muerte de mi padre, tan terrible como sorpresiva.

—Me dices que los papeles tenían información sobre ti —dijo en cierto momento.

—Sí.

—¿Y qué clase de información? ¿Dirías... Información muy personal? ¿Cosas que sólo tu sabías?

—No. Era... Era más bien general. Él... Es que él había anotado cosas sobre mí, como si me estuviera esperando. Mis horarios, mis estudios, cosas de mi universidad. Fotos incluso.

—¿Qué crees que significa eso?

Me enfadé. Me frustre lo suficiente como para querer lanzar un maldito grito a su espantosa cara. Era la típica pregunta de mierda, de esas que te hacen sólo cuando estás encerrada en una habitación con alguien que cree tener poder sobre tu psiquis, sobre su vulnerable mente. Esa era la pregunta que realizaba yo muy seguido, durante mis horas de trabajo, cuando un padre desesperado se presentaba en mi despacho. Y ahora, como si mi relato proviniese de mi cabeza y no de los hechos, me la estaban haciendo a mí.

—Que él me estaba espiando. Que él intentó secuestrarme mucho antes.

Julia se reacomodó en su silla, insistente. Todavía nos quedaban malditos treinta minutos de terapia y las agujas del reloj parecían ni siquiera avanzar.

—Creo que el día que salí del trabajo yo...

—Mencionaste que estabas cansada —reconoció Julia, alzando la mano para acentuar sus palabras—. ¿Qué había pasado esa mañana? Me refiero a... ¿Qué estuvo pasando esos días?

—¡Nada! Yo estaba perfecta. El de los problemas era él, claramente.

—Pero me refiero a que tú cargabas muchas frustraciones.

—Sí —admití—. Las cargaba.

Y aquí fue cuando ella se hizo, de nuevo, con el desastre de páginas que era mi historia médica. Allí estaba todo.

Cuando todo eso pasó, yo entré en un estado de pánico terrible y debieron ingresarme en una institución mental por intento de suicidio. Durante esas semanas en las que mi cabeza era manipulada por puro fármaco, mi psiquis comenzó a mezclar un poco las cosas.

Parte de lo que dije era verdad. Lo demás se disolvía en conjeturas del equipo psiquiátrico.

—Tenías una paciente a la que le dedicaste mucho —observó. Claro que yo sabía de quién me estaba hablando. Negué con la cabeza y me crucé de brazos, intentando encontrar una postura cómoda en la dureza de aquella silla. Se suponía que la terapia era un espacio para sanar y abrir la mente a los traumas, pero, ¿cómo hacer eso en un espacio tan angosto, tan escuálido, tan falto de todo y con una silla dura e incómoda? —. Esa niña... —continuó—, había abandonado la institución ese día. Tus compañeras de trabajo dijeron escuchar una fuerte discusión al respecto.

Claro. La discusión.

Mira, lo cierto era que no fue ''fuerte'' esa discusión. Discrepancias normales, rutinarias me atrevería a decir. Lo que surge inevitablemente cuando intentas salvarle la vida a una niña y sus padres se niegan.

—Ese no es el punto —farfullé, quizás de una manera un poco agresiva, porque noté cómo Julia se esforzaba por no delatar nada entre las arrugas de su rostro. Se relamió los labios, después de un silencio incómodo, e hizo un ademán con la cabeza.

—Bien. Continúa —accedió—. Me hablabas de las cartas.

Y respiré hondo porque todavía quedaba mucho por recorrer y porque estaba segura de que yo le estaría hablando a la pared.

MACABRO ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora