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Demoré un rato en tranquilizarme. La niña en mis brazos ya no lloraba, la que yo lloraba era yo.

Internamente me reproché mi vida recordando que, la última vez que había llorado, lo había hecho porque tenía las piernas muy grandes y los vaqueros que quería comprarme no me quedaban. La empleada del local me miraba, con la frente algo arrugada y los labios curvados hacia abajo, casi sintiendo pena por mí, después de decirme que ya no quedaban más talles. Era la cuarta tienda en la que buscaba pantalones y seguía sin conseguirlos. Así que lloré, por más de que suene estúpido, por mis piernas gordas.

Vaya que fui estúpida.

Quizás todo esto sucedía como un mensaje divino en el que el mundo entero intentaba decirme que hay motivos más grandes para llorar de verdad y unos vaqueros estúpidos no forman parte de ellos.

Y después de un rato de autocompasión, cuando finalmente comprendí que, de las tres personas vivas en la habitación, la única adulta era yo, me digné a pensar.

Observé el cadáver y luego a los niños. Al cadáver de nuevo, con sus pedacitos de órgano triturados en el suelo y a los niños de vuelta.

Los manchones en sus rostros tenían sentido.

De aquel trabajo mental saqué dos buenas noticias.

La primera; la sangre no era de los niños. La segunda, y esta me heló la sangre; los niños, hambrientos, muy probablemente habría probado del cuerpo de aquella mujer. Eso explicaba sus manitas y mejillas sucias, y los trocitos de cuerpo putrefactos en el suelo.

Pero era imposible que un par de niños, bebés, consumieran del cuerpo de aquella mujer. ¡Los niños no comen eso! ¡Ningún niño normal lo haría! Y acompañada por el silencio de la habitación, dado que la niña de chuletitas no lloraba, pude continuar pensando, analizando la situación y convenciéndome internamente de que no había manera de Dios de que esos niños hayan, por algún motivo, probado del cuerpo de la que posiblemente era su madre.

¡Y Dios me salve de pensar algo así! Porque en el momento en que lo hice me sentí sucia, mugrienta, asquerosa por completo. Ni el sujeto más desquiciado llegaría tan rápidamente a esa conclusión. Y por varios minutos intenté convencerme de mi equivocación, arrastrar mi mente hasta cualquier otra idea, cualquier otra salida posible y, ¿sabes qué pasó? No hallé ninguna otra respuesta. Al contrario, me hundí todavía más en mi primera deducción cuando comencé a recordar lo sucedido en mi momento de tontuela, cuando yo seguía todavía muy afectada por el golpe en la cabeza.

Toqué la parte trasera de mi cabeza y sentí ardor cuando me topé con la herida. Estaba caliente, posiblemente hinchada y bastante húmeda. Cuando aparté mi mano y me la observé, encontré mis dos dedos bien cubiertos de sangre. Y el color era el mismo, aunque más fresco, que el de esos niños sobre sus mejillas.

Mientras pensaba aquello, los observaba. En parte sintiéndome culpable por mi falta de tacto y en parte sintiendo miedo porque, de estar en lo correcto, posiblemente las cosas serían del todo inexplicables. Tan inexplicables que no les hallaría remedio. Y quedarme ahí pensando, como una tonta, las posibilidades, era doblemente estúpido. Porque yo ahora debería de estar buscando cómo fugarme, claro, con los niños, para buscar ayuda. Y en cambio me encontraba pensando, muy cómodamente, en las causas de la muerte de aquella mujer, cuando estaba más que claro que el sujeto que me había secuestrado era el causante de todo.

Pero eso no explicaba ni esos rostros manchados ni esos ojos desorbitados, al parecer muy habituados a tanta confusión, a tal episodio digno de Tarantino. Esa aparente... comodidad.

MACABRO ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora