Ocho meses de agonía.
Ocho meses de esperanzas y sangre.
Ocho meses de desespero.
Ocho meses en los que necesitó carne.
Quizás un niño de esa edad ya se encontraría gateando, estirando sus manitos para tomar algo entre sus manos, mordiendo todo lo que encontrara suelto en el camino, manchando el suelo. Podrían llamar tu atención con la mirada y la postura y podía enternecerte con sus ojitos. Ambos hermanos tenían unos ojos especialmente preciosos; celestes y redondos. Casi daban la impresión de iluminar lo que se encontrara a su alrededor.
Al principio, para el pequeño cerebro de un bebé, somos todos lo mismo; sombras desdibujadas que sólo cobran relevancia funcional en su campo. Si tienen hambre, acuden a ti sin saber siquiera por qué, porque eres nada y todo a la vez. Si quieren dormir, también acuden a ti sin saber siquiera por qué. Él cree, de alguna manera, que le perteneces, que formas parte de él.
Pero es inevitable que la cosa después cambie.
A los ocho meses, esos ojitos pequeños e inocentes ya saben que, por ejemplo, la que está parada ahí, frente a ellos, no es su madre. Que su madre probablemente es la que se encuentra recostada, con las palmas abiertas y con la mirada ausente, sobre la alfombra ensangrentada. Y que su padre se marchó después de dar unos gritos. Aunque no puedan expresarlo, lo entienden.
Y con ocho meses, ambos pares de ojos me observaban, se clavaban sobre mí. Javi era el único capaz de sonreír, pues aparentemente Mica estaba muy aturdida. Pero me miraban. En su pequeña casita, en su pequeño mundo, yo era una intrusa. Yo no era su madre ni su padre y les generaba curiosidad verme.
A este punto debes comprender que yo era una profesional que estaba a punto de rozar los treinta años de vida y que auguraba en mí cierto aire maternal, cierto amor por los niños y una comprensión muy marcada a las diversidades. Pues a eso me dedicaba, básicamente. Y dejar a esos niños allí, a su suerte, me era imposible, aun comprendiendo que podrían resultar peligrosos.
Javi gateaba a mi alrededor y me observaba. En cierto momento, su manito gordita se enterró en la tela de mi pantalón y comenzó a forcejear. Seguramente intentaba ponerse de pie o intentaba que yo lo cogiera entre mis manos. Pero acababa de leer algo tremendo y no estaba dispuesta a efectuar, de momento, ningún contacto directo con él.
Y Mica seguía allí, con la cabeza un poco inclinada a la izquierda, con sus ojitos casi tan húmedos como yo, observándome como confundida. Así que yo era la única capaz de pensar y tomar una decisión, por lo que opté por hacer lo más racional y acudir al uso incalculado de mi propia lógica.
El sujeto loco que me había secuestrado estaba perturbado y confundido. De hecho, me llevó hasta su casa y me dejó con sus dos hijos después de que, en un evidente arranque de ira, despellejó a su mujer y la dejó tendida en el suelo. El sujeto estaba tan fuera de sí que culpó a sus niños de tal atrocidad y se marchó, no sin antes secuestrar a una profesional en educación especial y dejarla allí, como tutora de los niños.
Antes quizás también habría manchado a los niños con la sangre de su esposa, o los habría dejado allí, a ambos, para jugar con el cuerpo porque así de loco estaba.
Esa era la verdad y la única verdad.
Además, de ser cierto todo lo expuesto en esas cartas, ¿por qué estaban en la casa y no en el correo? ¿Debería asumir que eran una especie de borrador? ¿Y mis datos? Ese sujeto, en lo que a mi concierne, jamás me había enviado ninguna nota, ninguna carta. Nada de nada.
Me dejé caer, con la cabeza hirviendo de dolor, al suelo. Me toqué la herida una vez más y noté, para mi entero disgusto, que estaba más hinchada que la última vez y me atrevería a decir que incluso más caliente.
Javi permaneció a mi lado. Sus ojos fueron desde la carta hasta mi rostro y yo no sabía cómo reaccionar. De pronto se me antojó quitármelo de encima con un empujón, pero me pareció demasiado violento hacerle eso a un bebé.
Estaba asustada, pero no era culpa de él. Era su padre el que me había secuestrado y ahora yo lo tomaba como enemigo a él, a un pequeño bebé de ocho meses.
Pero eso cambió cuando seguí hurgando entre las cartas. Encontré más información sobre mí, un par de fotos en las que no salía posando, pues no sabía que me las estaban tomando, y datos específicos de mis horarios de entrada y salida del trabajo.
Fue entonces cuando Javi, que intentaba tomar las cartas, se hizo con mi mano, con la misma con la que había palpado mi herida, y se la metió en la boca. Quizás no necesitó morder porque la sangre ya estaba expuesta, pero entre todo lo que un niño podría hacer, jamás me hubiera esperado que, en efecto, comenzara a succionar.
Succionó, mi sangre, por completo. Dejó el dedo limpio del líquido rojo. Y mientras él lo hacía las ganas de empujarlo se me antojaron todavía más violentas, porque la idea que había estado intentando negarme ahora era demasiado evidente.
Ya no podía mentirme más echándole culpas al sujeto secuestrador. Estaba claro que esos niños no eran normales. Como él había dicho. «Monstruos».
Caníbales.
Mica estaba ahora metiéndose a la boca uno de esos trocitos descuartizados de la carne de su madre. Lo masticaba con lentitud y yo podría ver cómo se ensanchaban sus pupilas, como si estuviera ingiriendo droga, como si su sistema necesitara eso dentro de sí, como si fuese el único alimento posible para ella.
Ellos eran eso.
Ellos no eran normales.
Comían carne humana y yo, con mi poca suerte, estaba ahí frente a ellos, siendo en mi totalidad carne humana.
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MACABRO ©
Mystery / ThrillerElla no sabía lo que le esperaba. Tan solo salía de su trabajo, una vez más, después de realizar papeleos extra, cuando un sujeto en una calle solitaria logra interceptarla. Ocho meses de agonía. Ochos meses de esperanza y sangre. Ocho meses de dese...