Capítulo 11: Mercado de Pulgas (II)

479 114 173
                                    

Agatha acomodó frente al quiosco unos frasquitos de vidrio por tamaño y forma

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Agatha acomodó frente al quiosco unos frasquitos de vidrio por tamaño y forma. Era el último domingo del mes, y como siempre, se celebraba el Mercado de Pulgas, que no era otra cosa que un mercado de objetos mágicos. Personas de todas las ciudades venían al encuentro, y aunque era solo un callejón escondido entre la ciudad, también era la excusa perfecta para rodearse de personas con conocimiento del mundo mágico.

Hombres y mujeres de las ciudades del Norte y el Este venían a vender su mercancía. Solo el Sur tenía su propio mercado, tan grande y extenso como una llanura. Por eso, jamás venían ni personas ni vendedores de aquellas ciudades.

Agatha había preparado ungüentos para el dolor de espalda, artritis y contusiones. Algunos elixires para la buena salud, galletas de la felicidad y uno que otro dulce de la risa. Tenía una tienda herbaria. Contaba con varias plantas medicinales únicas en su especie, y que ella misma plantaba con extremo cuidado en su huerto.

Habían pasado sesenta años desde su matrimonio con Custodio. Ya nadie la llamaba Agatha, la bruja de Florbuena y la más grande bruja pocionera del mundo. Era la única heredera de su apellido. Venía de una familia de famosos matasanos; además, podían preparar fórmulas y brebajes como ningún otro hechicero o alquimista.

Apolinario Florbuena, el más grande pocionero entre los brujos, había sido su padre. Y aunque Agatha se consideraba buena en su trabajo, jamás había estado a la altura de su progenitor.

La anciana gozaba de un gran respeto, no por su linaje, que era de los más envidiables, sino por ser la esposa del Guardián. Pero los rumores corrían como piedras en el río. Una muerte, un incendio, sombras y paronirios tomándose la ciudad.

«¿Qué hace el Guardián para protegernos? Ninguno se siente seguro —dijo uno de los comerciantes en la mañana—. Ya está muy viejo para un cargo tan importante, deberían remplazarlo por alguien más joven —escuchó decir a una mujer».

Agatha recordó las palabras de sus compañeros y entristeció. Para colmo, nadie se acercaba a su quiosco, ni siquiera a preguntar. ¿Acaso, era algún tipo de amonestación por el trabajo de su esposo? ¿También ella era culpable?

Suspiró de aburrimiento.

Terminó de acomodar los frascos y pasó a la parte trasera del templete. Tomó una bayetilla y empezó a limpiar el polvo de algunos enseres. Había ido sola al mercado. Casi siempre, Apuntes, el secretario de su esposo, la acompañaba. Pero con los últimos acontecimientos, la criatura debía estar al lado de su amo en todo momento.

Agatha acabó de limpiar el polvo y volvió a la entrada, tomó una tetera de porcelana y se sirvió una taza de té. No hubo clientes. Quedaban diez minutos y el mercado cerraría. Y aunque sabía que no iba a vender nada, aún no recogía la mercancía. Dejó el té sobre la vitrina y volvió al fondo a revisar unas cajas.

De pronto, escuchó una delgada y dulce voz.

—¡Buenas tardes!

Agatha volvió a la entrada, tomó la taza de té y dio un sorbo a la bebida. Se entusiasmó.

El Guardián de la nocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora