13. Un seductor enigma de ojos grises

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El ardoroso sonido del miedo me zarandea, como si fuese un terremoto que ha tomado forma humana para estrujarme en un agarre adormecedor, escalofriante y válidamente confuso

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El ardoroso sonido del miedo me zarandea, como si fuese un terremoto que ha tomado forma humana para estrujarme en un agarre adormecedor, escalofriante y válidamente confuso. Observo a la muñeca de porcelana mover sus labios, algo parecido a un títere rebelde, un monstruo disfrazado de inocencia enviado a golpear mi cordura sin compasión. 

Un halo de frialdad y temor aprieta mi pecho cuando veo frente a mi a una ininteligible criatura con la corpulencia de un hombre alto como palmera y cuyos afilados dientes sonríen de manera atorrante y descontrolada. Una sonrisa carente de felicidad que por alguna razón extraña hace que sienta lástima por él. Su expresión demencial se empapa de sangre y es entonces cuando me doy cuenta de que sus dientes son tan largos que, en lugar de acomodarse en su boca de manera adecuada, estos se descolocan lacerando sus labios, su quijada y parte de su pecho. Los dientes son tan luengos como las tenazas de aquel famoso personaje, "El hombre manos de tijera". De repente, el aire se carga con una pesadez que no logro procesar, es como si lo que tengo frente a mí, tuviese la capacidad de manipular hasta la densidad de lo que respiro.

El ser tras la capucha esconde su rostro usando un pasamontañas que sólo deja visible su boca, logrando que mi mente formule una única pregunta:

¿Qué se oculta tras el retazo de tela que cubre la parte superior de su cara?

—¿Tienes hambre, conejito? —cada letra que pronuncia acrecenta mi desasosiego. Hay algo en él que es más perturbador que su aspecto, algo que hace que no pueda dejar de observarlo a pesar de todo el terror que me consume.

—Sí, conejito, tenemos manzanas para ti —La muñeca extiende su mano y me muestra una manzana de una porcelana plasmática, oscura y tan roja como la sangre misma—. Tómala —Me dice con una voz dulce y chillona.

Muevo mi cabeza en negación y exhalo una bocanada de aire tensa y temblorosa. Si sigo a este ritmo emocional, terminaré en un sanatorio.

Tienes demasiada fe de que un sanatorio te acoja. Al paso que vas ni siquiera Freud se atrevería a lidiar contigo. A este paso se agotarán las camisas de fuerza en todo el país, porque el sanatorio hará un pedido a gran escala para usarlas todas contigo.

—¿Me lo estás rechazando? —La niña hecha a base de cerámica blanca suena herida, ofuscada y amenazante.

—Es que no tengo hambre. —respondo.

La muñeca clava sus manitas en la mesa de noche y se pone en pie sobre ella. Acto seguido, me arroja la manzana directamente al rostro. Logro esquivarla, pero la fruta rojiza cae al suelo y en lugar de escucharse el sonido de algo rompiéndose al chocar con la baldosa, suena un chisporroteo corto, y es como si alguien me hubiese arrojado un pedazo de filete sanguinolento.

Mis ojos se explayan y mi corazón empieza a latir de manera descontrolada a causa de lo que veo. Todo es tan horroroso, tan escabroso y tan psicótico. Mi estómago se comprime y empieza a temblar de la misma manera en la que mi corazón lo hace. El miedo es la peor bebida que el enviciado en la locura puede consumir.

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