Día 21: el plan de Marlon

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Dentro de cinco días se cumpliría ya un mes de estar encerrados en «el Inquilinato», como llamaba Verónica a la casa. «¡Apenas un mes, pero se sintió como un HIJUEPUTA año!», anotaría la Profe en su diario, cansada de llorar, la mañana en que por fin lograrían marcharse; lo haría con rabia y subrayaría tres veces esa gran palabra que, para ella, sonaba tan rico cuando se decía con ganas. Ella y don Ricardo eran las únicas personas que se preocupaban de registrar por escrito lo que estaba ocurriendo... o, más bien, lo que creían entender que estaba ocurriendo.

Lo que nadie sabía en la casa, puesto que don Ricardo ya no salía de su habitación, era que él escribía en las paredes con la punta de un clavo de acero que le había sacado a la cabecera de la cama. Verónica, por su parte, sabía que pronto se le acabaría la tinta a su último lapicero, en medio de su idea, vieja y terca, de no haber querido comprar nunca una minitablet o una TT de última generación para escribir su diario y guardarlo en la hyper-cloud. Se suponía que Marlon, entre otros encargos más urgentes, había ido a «comprarle» varios bolígrafos nuevos hacía ya tres días; había ido con Ronald al mercado de los Borda, pero Ronald había vuelto solo.

***

El novio de Fabiana, al principio, no dio muchas explicaciones. Dijo que no se sentía bien como para hablar delante de todos. Quería dormir, le dolían las rodillas, se le iba a estallar la cabeza. Luego, para atender los gritos de Verónica y de Zulma, tuvo que contar lo que les había ocurrido: sus tres días de encierro, rodeados de «histéricos»; la angustia de no poder comunicarles que se encontraban bien; lo poco que habían podido dormir y comer, desesperados por aquellas risas que más parecían jadeos de moribundos por enfermedades respiratorias, y esa carrera loca al final, con los carritos de supermercado, disparando sólo cuando era necesario para ahorrar la munición.

—Eso fue lo que hicimos —dijo, Ronald, mirando la mesa—. Apenas Marlon me hizo la señal, después de gritarles un rato por la ventana, yo abrí la puerta y empujé mis carros. No hice sino correr, sin mirar pa ningún lado. Yo sabía que ya venían corriendo varios detrás de mí... los oía riéndose. Cuando llegué a la pendiente, miré p'atrás, pa ver por dónde venía Marlon.

Volvió a cerrar los ojos y se llevó los dedos índice y pulgar al tabique, sin mirar a nadie.

—Pero no lo vi. Había un combo por ahí de veinte histéricos detrás de mí, pero él no venía más atrás... y habíamos quedado en eso. Yo no podía pararme a esperarlo.

Don Ricardo fue el único que no acudió al comedor, como dictaba la regla, en cuanto Ronald cerró la puerta de la terraza, después de entrar precedido por Katherine. Venían envueltos en sus impermeables de motociclistas y con la cara oculta por los tapabocas que Jéssica se había traído del laboratorio de Química de la Facultad, un día antes del evento que los noticieros llamaron por poco tiempo «el Día Cero del Histeria-virus». Ronald llevaba en la mano izquierda el revólver que don Ricardo le había entregado, y tenía el de Marlon enfundado al lado derecho del cinturón. Los disparos que habían oído en la calle, le explicó Ronald a Katherine, antes de subirse al techo de la casa vecina, los había hecho él.

—¿Y Marlon qué? —preguntó Katherine, ya en la terraza.

—Eh... —dudó Ronald—. En el comedor les explico a todos.

Cuando llegaron al comedor, después de cambiarse y de dejar en la cocina lo que habían traído, los demás ya habían ocupado sus puestos de siempre ante la mesa. A Melisa le habían entregado el rompecabezas holográfico de cincuenta piezas para que se pusiera a armarlo en el aire, en la habitación de Jéssica, mientras duraba la reunión.

Ronald fue leal a su propósito de mirar primero a Fabiana, y no a Verónica, pero lo que encontró, para su propio pesar, fue un rostro que empezaba a verse como un viejo montón de maquillaje derretido. Odiaba no poder recordarla bien (por culpa de lo que Marlon le había hecho) como si se hubiera ausentado por años. Lo que sí recordaba, en cambio, era el día en que salió a sepultar a Isabel, la gran amiga de Fabiana, acompañado por Katherine. Fabiana le había pedido que lo hiciera, porque no soportaba la idea de que el cuerpo de su amiga siguiera tirado en una cama, en la casa de al lado, pudriéndose en silencio. Era lo único que recordaba de Fabiana: el brillo de la súplica en sus ojos, el brillo del dolor y de la culpa.

El Día de la HisteriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora