Día Cero: Fabiana

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Pudo haberse decidido antes; tuvo, incluso, varias oportunidades, como por ejemplo la segunda noche de la expedición de Ronald con el novio de la Profe al mercado de los Borda: las muchachas del tercer piso, las que también le encantaban a Ronald, se habían quedado abajo con Verónica y con Zulma, rezando para que los dos muchachos regresaran pronto. Fabiana habría podido correr hacia las escaleras que conducían a la terraza y bajar a la calle por el tejado de la casa vecina, como habían explicado ellos en el comedor un día antes de partir, como se suponía que lo habían hecho para llevar a Isabel hasta el cementerio. Por donde habían bajado a Isa, carajo. Ya no le importaba si Ronald regresaba o no, e incluso había llegado a gustarle la idea de que jamás lo hiciera. Así que le dieron ganas de irse, de la misma manera en que él se había ido. Si el señor Ricardo alcanzaba a verla, estaba segura de que no intentaría detenerla. Pero él ya no salía de su cuarto. Volver a encontrarse con Melisa andando por ahí ya no le daba tanto miedo, pero siempre confió en que no se la encontraría si se atrevía a hacerlo. Así que nadie la habría visto.

***


Pensó en Ronald antes de marcharse, porque su mente se había acostumbrado a pensar más en él que en ella misma, sin importar que no fuera algo recíproco. Aún no había salido el sol, pero la claridad que precedía al amanecer ya permitía ver toda la ciudad: su caos motorizado por fin reducido a silencio; su afán cotidiano por fin aplacado por la quietud.


Sobre el borde de las montañas que se perfilaban contra el cielo en el oriente, en dirección al sur, se iba delineando la curva del disco dorado. Fabiana, de pie en la terraza, con el cabello despeinado al viento y cubierta desde los hombros con una sábana azul muy delgada, comprendió que el sol se había comportado, en ese valle, de la misma manera durante siglos: asomaba un penacho por el oriente y proyectaba su primer rayo contra la montaña opuesta, en el occidente, mientras el valle y su río, la gente y los demás animales iban despertando poco a poco. Sólo que esta vez ella era la única que estaba despierta; ella y los gallinazos en el techo de cada casa, y las pocas manadas de histéricos que aún tenían estómago y pulmones para reír a carcajadas.


Bajo sus pies, calzados con unas chanclas de plástico color rosa, todos en la casa dormían. Ya alguien habría subido espantado si la hubieran visto, si la hubieran oído subir. A eso de las tres de la madrugada, había sentido el despertar de Ronald, como había hecho siempre desde su primera noche juntos en la capital; Fabiana fingió seguir dormida porque ya lo sabía todo, y no hubo sorpresa(tristeza sí, por supuesto, y lágrimas que rodaron hasta la almohada y que no quiso limpiarse) cuando notó que su novio caminaba en puntas de pies para ir al cuarto de la Profe. Había estado afuera tres días, ella lo había esperado tres días y así era como él le pagaba: yéndose al cuarto de la otra a la primera oportunidad.


Boca abajo en la cama, como si un peso mayor al de su propio cuerpo le impidiera levantarse, Fabiana los oyó conversar, tal como en otra ocasión (el Día Once o Doce, también de madrugada, claro) los sintió follar en medio de las escaleras a la terraza. Ahora le pareció entender algo sobre largarse de la casa; algo sobre un plan, nombres de calles y avenidas, algo sobre un hospital en El Poblado. No era difícil descifrar el mensaje, pero ella prefirió ignorarlo porque en realidad sólo quería saber si se estaban tocando, si en las pausas de la conversación se besaban o si ya «lo estaban haciendo».


Sin embargo, aunque esta vez no se acostaron juntos, Ronald se quedó a dormir en el cuarto de Verónica. Fabiana los vio antes de dirigirse a la terraza, de pie antela puerta abierta. No estaban desnudos. La novia de Ronald comprendió que habían conversado hasta que los venciera el sueño. «Mañana. Se van a ir de aquí mañana». Mientras sostenía la sábana con una sola mano a la altura de sus senos, sintió el impulso casi pueril de ir a darle a Ronald un beso en la mejilla, para desearle buena suerte con la Profe, para desearles la felicidad que ella jamás pudo encontrar ni en esta ni en su propia ciudad. Solamente hizo un puchero y bajó la cabeza y arrastró los pies hacia las escaleras y decidió ir a ver el amanecer antes de largarse.

El Día de la HisteriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora