Casi se dio cuenta de que estaba enamorada de Elkin cuando se dijo a sí misma: «No estoy enamorada». Acababa de hacer aseo en la parte de la casa que le correspondía durante aquel mes, según el acuerdo al que había llegado con Wilmer. Con el tiempo, había comprendido que su hermano prefería el aseo de la terraza y del tercer piso (incluyendo el baño) no porque implicara menos esfuerzo, sino porque así evitaba que a ella la invadieran el estrés y las ganas de condenar al infierno a sus inquilinos por encontrar la colilla de un bareto o una bolsita, no más grande que la palma de la mano de un niño pequeño, con residuos de alguna droga en su interior. Lo que Wilmer le explicaba le parecía lógico, o por lo menos coherente, pero a Zulma le costaba aceptarlo a pesar de que lo comprobaba de distintas maneras a medida que pasaban los años.
—Todas estas personas que viven acá con nosotros, hermanita, son personas trabajadoras, son lu-cha-do-res —había enfatizado Wilmer varias veces para referirse a Ronald, a Isabel, a Katherine, a Jéssica, y hasta al mismísimo don Ricardo y también a Elkin, que ya no trabajaban, pero recibían pensiones decentes, jubilaciones bien merecidas, a las que nunca habrían tenido derecho si Valen Arteaga no hubiera llegado a la presidencia de la República tras darle fin, como ministra de Relaciones Exteriores, a la guerra contra Venezuela al final de la tormentosa y lejana década del 2020.
Así, cuando a Zulma le correspondía barrer, trapear y sacudir el polvo de los dos primeros pisos, no pensaba en esa gente pecadora de la que dependía en gran medida, sino solamente en el Señor. Era su momento de dicha cotidiana, el único en el que se permitía subirle el volumen al equipo de sonido, sintonizado en El Cielo Stereo, una de las ciber-emisoras más populares de la ciudad, junto con las de música vallenata y los nuevos ritmos derivados del choque-hop, que provenía de un género híbrido denominado guaracha, y las pocas emisoras digitales de bachata electrónica, y «Medellín Olímpica» con su lema «En todas partes y hasta el fin del mundo».
Sin proponérselo, había logrado que casi todos los inquilinos aprendieran de memoria canciones como «Jesus is our light» o «Kingdom come» o ese gran éxito en español que todavía se les enseñaba a los niños en las escuelas: «En la gloria de Dios». Pasar el trapero por las baldosas mientras retrocedía al vaivén de sus propias caderas era para Zulma un eco de la plenitud que le provocaba cada eucaristía. Al pasar por la sala, donde había estado el cuadro de su padre, y ahora el televisor 10K abarcaba gran parte de la pared, se persignaba con violencia y seguía cantando. Lo hacía siempre a la hora en que el sol de la mañana, apenas un poco menos ardiente que el del mediodía, saltaba al corredor a través de las ventanas e inundaba de un naranja intenso todos los rincones del segundo piso.
En una ocasión, meses antes de lo que ella empezaría a llamar para sí misma «el Gran Juicio», se chocó con Verónica, que venía andando casi dormida por el pasillo como un muerto viviente, torpe y errático. La resaca le permitía a la Profe, apenas, tener noción de quién era y en dónde estaba, pero su cuerpo se oponía a la orden de fijarse por dónde se movía al andar. Zulma interrumpió su canto y su desplazamiento en reversa, y se quedó mirándola unos segundos, sosteniendo el mango del trapero como si fuera el asta de una bandera. Le soltó su sentencia sin vacilar, consciente de que imponía a su propia voz ese tono de altura que otorgaba el ejercicio de la fe.
—Yo sabía... esto se veía venir.
No mentía, desde luego. Desde el principio, cada vez que llegaba un nuevo inquilino, se convencía de presentir algo; algo malo que les costaría la paz, como trataba de explicarle a Wilmer. Tal presentimiento no había ocurrido con Marlon ni con Elkin, que eran sus inquilinos favoritos, pero con Isabel había sido un presentimiento intenso, así como con Katherine y su novia, y con el viejo de los libros que se había apoderado del tercer piso. Cada vez que Zulma se lo comentaba, Wilmer hacía girar los ojos y resoplaba como si estuviera a punto de perder la paciencia. A ninguno de los dos le gustaba discutir, y siempre, desde pequeños, habían tenido una relación cordial, si bien poco cariñosa, tal vez por la influencia de una madre que parecía empeñada en enemistarlos. Pero cuando el tema era la gente con la que compartirían el mismo techo, sus diferencias reventaban como petardos. Procuraban conversar juntos con los interesados en el alquiler, para ponerse de acuerdo sin agarrones, porque Wilmer, en opinión de Zulma, era muy permisivo con ciertas conductas, ciertas maneras de vestir, ciertos modos de hablar. Pero sentía que su hermano le hacía trampa y se adelantaba a cerrar el trato con gente «muy sospechosa». Cuando eso ocurría, ella no protestaba, pues Wilmer, alguna vez, la había hecho callar con la descripción de un hecho:
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El Día de la Histeria
Science FictionEl 11 de marzo del año 2062 se desata en Medellín (Colombia) el contagio por el virus HZ-3000, conocido también como Histeria-Virus. Los contagiados empiezan a reír sin poder controlarse y su comportamiento será cada vez más violento. Los habitantes...