Día Cero: Ronald encuentra a Melisa

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Diario de Verónica

Cuarentena. Día 21

7:00 p.m.

Vengo del comedor. Cerraron la puerta, don Ricardo nos mandó a subir a mí y a Zulma y a J y K. No me gusta. No me dejó oír lo que Marlon le dijo a Ronald, lo que supuestamente le quiere proponer...

Estoy esperando que suene un disparo.

***

Al ver el cañón del revólver y oír la amenaza de Marlon...

(—A ver, gonorrea —le dijo—. Ya se acabó l'amabilidá)

...Ronald se despidió, en su mente, de Melisa. Fabiana lo tenía sin cuidado (le daba la impresión, además, de haber enloquecido) y Verónica... bueno, Verónica ya tenía a alguien que cuidara de ella. Alguien que se encargaría pronto de que no sufriera más. Y aunque resignarse ante las dificultades no era su costumbre, a Ronald le pareció, en ese momento, que recibir un tiro en la cabeza era una mejor idea que arriesgarse a ir hasta el mercado de los Borda para luego organizar una eutanasia colectiva.

«Veintiún días», pensó. «Llevamos veintiún días sobreviviendo, veintiún días luchando juntos, veintiún días aguantando».

Aun así, prefirió ser cauteloso. Miró a Marlon a los ojos mientras lo amenazaba, y aunque tuvo ganas de decirle «Bien pueda, dispare, parcero», lo que su boca articuló fue:

—Viejo, cálmese. Si me mata... si me mata, le toca también matar a todos... a todos los demás... y si no le alcanzan las balas... de pronto alguien lo mata a usté primero.

No sabía si lo que estaba diciendo tenía sentido o no, pero le pareció que obraba efecto sobre Marlon, pues lo vio vacilar, bajar el arma un poco sin dejar de apuntarle del todo. Ronald notó, por primera vez, que los ojos de Marlon eran marrones como los de Verónica, pero un tanto más oscuros. Fuera de eso, tenía una nariz grande (no larga, sino grande, como si Dios le hubiera tirado una bola de plastilina roja en la cara) y una boca que daba miedo cuando sonreía porque le agregaba años en lugar de quitárselos. Ya antes, muchas veces, se había preguntado por qué Verónica salía con él. Y también, desde luego, había elaborado varias respuestas, algunas de ellas tan patéticas como preocupantes. Pero en ese momento, cuando ya Marlon le apuntaba al pecho y no a la cara, Ronald estaba pensando en Melisa.

«Vida hijueputa», pensó. «La salvé para nada».

***

Día Cero, 11 de marzo de 2062 – Ronald

La gente del barrio llamaba a aquel lugar «la Loma del Taxista». Era la cima de una colina, que daba a un barranco lleno de matorrales, escombros, ratas y gallinazos. Se contaba que en otra época —la del Capo, en los años 80 de ese cada vez más lejano siglo XX— era común, de cuando en cuando, que bandadas de aquellos buitres negros delataran la presencia de algún cadáver en ese mismo barranco, consecuencia de un asunto que era noticia mundial y que los medios calificaban como «ajustes de cuentas entre bandas».

Ronald, que había vivido en Santacho toda su vida, nunca había visto un muerto en ese lugar, a excepción de una tarde en que observó cómo cuatro gallinazos danzaban en el suelo, con las alas abiertas, alrededor de los restos de un perro. Lo único que sabía sobre ese sitio era por qué se llamaba así. La historia del taxista que se había suicidado allí aparecía en un libro de cuentos que había leído en cuarto de primaria. Recordaba la portada, pero no el título: un enorme gallinazo negro volando sobre un cielo rojo sangre. Y aunque Lorena, su profesora de Lengua Castellana, se esforzó por explicarle que aquel cuento no era más que un relato ficticio basado en un hecho real, Ronald asumió para siempre, después de oír la historia que le contó su hermano, que las palabras de ese texto decían la verdad. No narraban el suicidio del taxista, pero sí el dolor que lo había llevado a hacerlo: esa lamentable historia de amor que comenzó cuando una mujer se subió a su taxi llorando.

El Día de la HisteriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora