Zulma y la hija de Hernán (Parte III)

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Detalles como la historia de Sara, la hija de Hernán. Doña Aura, una de las vecinas del sector que fueron entrevistadas pocos días después de que hallaran el cadáver de la niña, confirmó ante cámaras y micrófonos que «el Milagro» había sido real. Como todas las tardes, desde el balcón de su casa, había visto a la niña salir a jugar a la acera con su helicóptero a control remoto, un modelo a escala de un «Orión» de la Fuerza Z. Le agradaba eso de ella, que fuera una niña «anticuada», que lo suyo no fueran esas turbopatinetas o hoverboards o como se llamaran: doña Aura había invertido mucho dinero para regalarle una de esas a un sobrino que ya ni la visitaba.


Le gustaba mucho ver cómo la niña hacía volar el helicóptero casi a ras de los tejados de esa cuadra, lo hacía subir y bajar, lo hacía acelerar como si persiguiera algo, una rata o una tórtola.


La vecina acudía al Templo de Laureles, y acudía con mayor emoción si la prédica estaba a cargo de Hernán. Se saludaban como si fueran grandes amigos y sostenían conversaciones breves durante los ágapes. Y ella, para la niña, tenía siempre una fórmula de elogio de su propia invención: «La Gracia de Dios te hace cada día más bonita». Se notaba que era muy tímida, a pesar de sus presentaciones en público: se ponía muy roja cada vez que la oía decírselo, y corría a esconderse tras los pantalones de Hernán. No le conocía la voz fuera del escenario, pero pensaba que no le hacía falta, porque la emoción de oírla cantar al final de cada encuentro, con ese fondo de «angelitos» de su misma edad en el coro, casi la hacía olvidarse de su mayor vergüenza, de su matriz inútil.


Doña Aura no fantaseaba con que la niña del predicador fuera su hija, aunque el rostro y la forma de ser de Sara encajaran con el ideal de belleza con que la señora había soñado durante su primer matrimonio. Pensaba, sí, que Sara debería tener una mejor madre, en lugar de esa muchachita rubia que se la pasaba jugando y escribiendo en su T.T. hasta en los momentos de oración interior de cada sábado, y que siempre bebía de más en los Festivales de la Hermandad. Era horrible que te hablara, pensaba doña Aura, y sintieras ese aliento de cantina de garaje. No entendía por qué un predicador tan brillante como Hernán, y además tan apuesto (se decía a sí misma que no eran celos lo que sentía cuando las jovencitas de la congregación se murmuraban cosas al oído, miraban a Hernán y se reían), se había ligado a alguien tan infantil, a una mujercita tan «poco educada». Si eran ciertas esas habladurías de la relación ilícita que había tenido Hernán hacía dos años, la vecina creía, por momentos, que estaba más que justificado, aunque se tratara de la típica excusa masculina para fornicar.


«Por eso está con ella. Por lo que hacen en la cama —le respondía a veces un lado muy oscuro de su conciencia—. Lo que hacen en la cama debe ser una delicia».


Ver a Sara jugando en la calle la alejaba de esos pensamientos, imágenes de piel sobre otra piel que le aceleraban los latidos y le hacían doler el pecho. La niña era una prueba de la belleza oculta en la impureza del sexo, en su delicia maligna e irresistible, como tal vez se lo había oído decir a Hernán, que era un experto en abordar temas que hicieran sonrojar y estremecerse a cualquier público. Y la vecina le había creído.


Le creía.


Como resultado de lo que hubieran hecho en la cama (o en el sofá de la sala o en la bañera o en donde fuera), ahí estaba esa niña, muy callada, muy sonriente, muy talentosa, vestida casi como ella misma se vestía a esa edad, es decir, bajo el mandato de su propio gusto, sin seguir instrucciones de nadie: unos tenis de color chillón y luces intermitentes en las suelas, que no hacían juego ni con la blusa ni con el pantaloncito oscuro que le llegaba hasta los tobillos ni mucho menos con la balaca rematada en un moño que le adornaba el pelo suelto.

El Día de la HisteriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora