Marlon y Ronald

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Día 23 del Histeria-Virus

—De mí sí se acuerda, ¿no cierto? —le preguntó Marlon. Acababa de cortarle las cuerdas con una navaja y ahora estaban sentados frente a frente, Ronald aún en la silla y Marlon en el piso. Desde allí lo contemplaba en una actitud de absoluto relajo, luego de haber hecho sudar los últimos tragos de ron que se había tomado antes de regresar.


Lo había dejado solo, anestesiado y amarrado, para ir a conseguirse un bate como el de aquella vez, y dos más de repuesto. Los había encontrado en lo que quedaba de una tienda deportiva, seis cuadras más arriba, antes de ir a resolver un último asunto en el barrio donde había crecido. Ahora llevaba, además, el cinturón de cuero para enfundar el machete reluciente incluido en su «lista de compras».


En materia de armamento, se sentía melo; estaba, de hecho, muy dispuesto a donarle a Ronald su Juete, tal como hacían los personajes de la única serie-web a la que le había dedicado tiempo para seguirle un capricho a Verónica. Era una historia en la que los protagonistas, los pistoleros, heredaban los revólveres de sus padres, al formar parte de una casta de guerreros que perduraba por generaciones. Le había agradado esa idea cuando la vio en el PC desde la cama, con el cuerpo desnudo y caliente de Verónica recostado contra el suyo, pues le hizo recordar de qué manera había llegado el Juete a sus manos e imaginar a cuántos había reventado en el camino, antes de que le perteneciera.


Al contemplarlo con más cuidado, sin embargo, notó que el aspecto de Ronald era de verdad lamentable. Tal palidez hacía pensar que llevaba encerrado una semana y que de un momento a otro se desmayaría por el hambre. Y aun peor que eso, pensó Marlon, era la manera en que trataba de sostenerle la mirada sin lograr transmitirle algo de valentía, y eso fue lo único que lo hizo sentirse mal. Se veía asustado, como cuando hablaron en el comedor y también como cuando le apuntó en la terraza con el arma de don Ricardo, sin percatarse de que tenía puesto el seguro.


Se veía tan asustado como cuando lo «emboscó» en el primer tramo de escaleras de la ruta hacia el mercado para inyectarle el tranquilizante: se había dado media vuelta en el último escalón para verlo subir, y fue inevitable sonreír una vez más, una de tantas veces más desde que regresara borracho a la casa de Zulma, pues Ronald no miraba hacia arriba mientras ascendía, sino que agachaba la cabeza como si el morral que traía con unas canastas portátiles y una linterna le pesara, y se concentraba en sus propios pasos sobre cada escalón.


Marlon había tenido tiempo de trazar una mirada de ciento ochenta grados sobre el panorama que se ofrecía desde allí: humo de incendios, siluetas muy lejanas (era como ver hormigas), solas o en grupo por las calles, y, por encima de todo aquello, montones de gallinazos planeando tranquilos en su cielo recuperado. Volvió a bajar la vista y vio que Ronald estaba a siete escalones de distancia. Bajó entonces la cremallera de su Uniforme, buscó en el bolsillo derecho de la camisa y encontró la jeringa. Retiró con los dientes la cubierta protectora de plástico de la aguja, la escupió a un lado y dio tan solo cuatro pasos hacia abajo.


Ya era tarde cuando Ronald levantó la cabeza y lo vio frente a él: recibió la inyección en el brazo, con los ojos muy abiertos, y cuando quiso reaccionar, el cuerpo dejó de responderle.


—Me lo traje al hombro hasta'cá —dijo Marlon. A Ronald le creció mucho más el susto en la cara—. De eso no se acuerda... ni de otras cosas. Pero de mí sí. No hacía falta que dijera nada. «Le jodí la cabeza», pensó. Tal vez la siguiente pregunta fuera más efectiva.

El Día de la HisteriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora