Perspectiva de Aria

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Texto original. Propiedad intelectual de Aria_9303

Leer siempre le había otorgado una clase de inconfundible felicidad, ese tipo de felicidad que no podía ser hallada en el desarrollo de ninguna actividad o compañía recurrente. Siempre había sido de esa manera, desde que aprendió a leer, se había encontrado inmersa en toda clase de libros. Su familia solía decir que era algo momentáneo, la típica curiosidad de un niño de cinco años.

Pero incluso -contra todo pronóstico- doce años después, ella seguía manteniendo aquella característica, el deseo de conocer más y más. Similar a una clase de bolsa sin fondo que solo podía ser llenada con letras y libros; historia, psicología, arte, música o filosofía: nunca era suficiente.

Y las clases habían comenzado como todos los años, listas para saciar hasta la más mínima pizca de curiosidad que poseían los jóvenes, la rutina se presentaba como siempre; levantarse, estudiar, comer y dormir. Algo simple pero cansino que acompañaba a todos desde los seis.

Apenas llevaba una semana de haberse reencontrado con sus amigas, aquellas que había conocido un par de años atrás cuando había ingresado en la secundaria. En aquellos tiempos se habían abrazado, reído e incluso, llorado. Las vacaciones siempre dejaban el disgusto de la separación hasta principios de marzo.

No parecía que el mundo hubiera cambiado para nada en tan solo dos meses, la ansiedad por los primeros exámenes ya estaba presente, el estrés de las prácticas laborales fue su desayuno diario hasta aquel viernes trece, en donde una muy impactante noticia había chocado contra el muro que solía definir como la felicidad.

"Un pequeño aislamiento de quince días"

Se suponía que sólo era eso, al principio fue divertido: eran como pequeñas vacaciones de las vacaciones, aún tenía que presentar unos trabajos, pero todo era más sencillo desde la comodidad de la casa. Podría visitar a su abuela, mirar películas de terror hasta tarde e incluso quedarse hablando por teléfono durante horas. Resultaba un plan perfecto para ella.

Pronto los quince días se volvieron un mes, el mes se convirtió en tres y luego en un año. Lo que al principio parecía divertido, de a poco se fue convirtiendo en una distopía sacada de un cuento de terror.

Ella nunca se había considerado a sí misma débil, no al menos desde que había luchado y ganado contra todos aquellos demonios que la acosaban desde pequeña; pero se encontró con la sorpresa de que tampoco era tan fuerte como pensaba.

La depresión no era fácil, era una lucha diaria; era pasarse horas tirado sin fuerzas para nada o levantarse y hacerlo todo, pero sin ser capaz de sentir en absoluto. Zahira había luchado por cinco años contra ella, había ganado, había dejado de ahogarse y aprendió a nadar, volvió a sentir y a disfrutar de las pequeñas cosas de la vida. Pero fue un día, cuando se encontró sola por completo que el sentimiento volvió.

Comenzó como un pequeño eco, el desinterés por las cosas que la apasionaban, el aburrimiento de la vida y las voces de su cabeza.

De pronto; sus libros comenzaron a llenarse de polvo, sus libretas solo eran garabatos e ideas sin terminar, la cama estaba siempre desordenada y los sentimientos eran tan sólo un recuerdo lejano. Volvía a sentirse vacía, seca y abandonada.

Fueron muchos meses así, fueron momentos de rabia, de llanto y vacío. No existía nada capaz de ayudarla. Pero fue uno de esos días, en donde la ira la llevaba a destruir a todo y todos a su paso que se chocó con lo que sería su salvavidas. Había caído de su estante: lleno de polvo y tachones.

"Querido y remoto muchacho" una copia antigua, impreso en letras enormes y con una pequeña dedicatoria ya medio borrada por la cantidad de veces que la había leído:

— Nunca olvides el sentido de tus sueños, la importancia que tienen para ti. —escribía su tía—. Léelo cada vez que pienses en rendirte, léelo y piensa en mí, en lo orgullosa que me pones con cada palabra que escribes.

Y lo sintió quebrarse, aquél muro que se había alzado ante ella a principios de año, aquél que solo le permitía observar la vida a través de un cristal se había quebrado. Lloró abrazada a aquel pequeño libro, lloró por cada palabra que leía y lloró por cada día que había estado lejos de lo que amaba.

Esa misma tarde había vuelto a escribir:

Escribió hasta que sus manos se entumecieron. Escribió por todas aquellas noches en las que no lo había hecho. Escribió porque al fin se había encontrado.

Escribió porque eso era ella, una antología de letras y sueños, un alma desesperada, una mujer con la curiosidad de un niño. Una persona como cualquier otra, que se rompe, llora y sufre pero que por sobre todo, amaba.

La cuarentena no había sido sencilla para nadie, aún le quedaban muchas cosas que enfrentar. Pero tal vez, con un buen libro en mano y la compañía ideal, todo podía ser más sencillo o, mínimamente, más divertido.

 Pero tal vez, con un buen libro en mano y la compañía ideal, todo podía ser más sencillo o, mínimamente, más divertido

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