Nacido en las polvorientas tierras baldías del Medio Oeste americano, Caleb Quinn se crio en el seno de una humilde familia de inmigrantes irlandeses. En los límites de la frontera, la enfermedad, el hambre y la muerte eran compañeras habituales, y los pioneros se enfrentaban entre sí por cualquier migaja mientras los magnates vivían entre el lujo y las ostentaciones. El padre de Caleb, antiguo ingeniero, tenía pocas posibilidades de ejercer su oficio debido a los carteles que colgaban habitualmente en cualquier negocio: "No se aceptan irlandeses". Sus anticuadas herramientas llevaban muchos años sin usarse cuando Caleb las descubrió. Al darse cuenta del interés que su hijo mostraba en el oficio, le regaló su vieja llave inglesa.
Los dispositivos que Caleb creó bajo la tutela de su padre tenían utilidades pintorescas, pero cuando su padre no estaba, adquirían unas connotaciones más oscuras. Ocultó los planos de una máscara que incrustaba púas espinosas en los ojos y los arrancaba de sus cuencas, con bocetos de cómo se la colocaría a los niños que lo acosaban.
Con la edad, las habilidades de ingeniero de Caleb ganaron valor comercial y las empresas dejaron a un lado sus prejuicios. Henry Bayshore, el propietario de United West Rail, lo contrató.
El primer invento de Caleb allí fue una pistola de clavos para las vías del ferrocarril. Posteriormente, diseñó un taladro tunelador de vapor. A pesar de que Bayshore fingía no darles importancia, los dispositivos empezaron a aparecer en otras compañías. Le había robado las patentes a Caleb y las había vendido.
Una sensación ya conocida le recorrió las venas y alimentó el dolor agudo que albergaba en su corazón. Incluso entonces, luchaba por las migajas mientras los ricos se beneficiaban de su trabajo intelectual. La ira se apoderó de él: entró en la oficina de Bayshore y le destrozó la cara hasta convertirla en una pulpa sangrienta. Mientras lo apartaban de él, Caleb empujó su pistola contra el abdomen de su jefe y apretó el gatillo. Un clavo de ferrocarril se abrió paso a través de piel y vísceras hasta dejar clavado a Bayshore a su mesa.
Lo único que salvó a Caleb de la horca fue que, increíblemente, Bayshore sobrevivió. Caleb pasó quince años confinado en la penitenciaría de Hellshire, la primera cárcel privada del país. En una fortaleza plagada de convictos analfabetos, forjó una inesperada amistad con el alcaide. Diseñaba aparatos de tortura para él a cambio de comida extra. Tras un tiempo, el alcaide le ofreció conmutar su pena. Habló de algo más importante que la riqueza económica: el poder político. Sus contactos podían incriminar a Bayshore y hacer que se pudriera entre rejas de por vida. Solo pedía una cosa a cambio: que lo hiciera rico. Que usase su ingenio para llenar la prisión de forajidos con vida.
Caleb volvió a su taller y con unas pocas modificaciones inventó algo nuevo: el lanzaarpones. La primera prueba fue cuando un ladrón robó en una lavandería china. Aprovechando la oportunidad, Caleb estrenó su prototipo. Las juntas de metal chirriaron cuando el proyectil salió disparado y se incrustó en el abdomen de su objetivo. Al tirar del arpón, este se agarró a los intestinos del pobre infeliz y, con un sonido sobrecogedor, los desparramó sobre el camino polvoriento.
Tras varias pruebas, los destripamientos menguaron. El alcaide usó sus contactos y liberó a más convictos irlandeses, quienes pasaron a conformar la cuadrilla de Caleb. Había nacido la banda de Hellshire.
Recorrieron todo el país durante seis años aprehendiendo a forajidos para cumplir con su parte del trato. Tras una sangrienta batalla en Glenvale, Caleb descubrió un titular en el periódico: "Henry Bayshore compra la penitenciaria de Hellshire. En la fotografía, un Bayshore desfigurado le estrechaba la mano al alcaide con orgullo. El corazón de Caleb comenzó a latir con furia, bombeando sangre como si fuera a salírsele de las venas. Lo había vendido, había sido un peón en el juego de un rico.
La banda de Hellshire juró lealtad a Caleb y pidió la cabeza del alcaide. A todo galope, irrumpieron por la entrada a la prisión, gritando como saqueadores sedientos de sangre. Un guardia alzo la pistola, pero vaciló. Un arpón le perforó el pecho. Caleb le cogió la cabeza y la estampó contra una celda hasta que cupo entre las rejas.
Al llegar al despacho del alcaide, Caleb echó abajo la puerta y tuvo la agradable sorpresa de encontrar a Henry Bayshore junto al alcaide, que se encogía de miedo en una esquina. Dominado por la rabia, Caleb fue directo a por Bayshore. Lo golpeó, lo apaleó, le desgarró la carne. La sangre le caía copiosamente por la cara y formaba un charco carmesí a sus pies. La banda de Hellshire se abalanzó sobre el alcaide y le rompió los huesos a patadas.
Los dos hombres estaban destrozados y suplicaban por que acabaran con sus vidas; la banda los arrastró hasta el comedor y se los entregó a los prisioneros.
Empapado de sangre y sudor, Caleb se arrastró cojeando hasta su antigua celda, sin prestar atención a los gritos de Bayshore. Se sentó al borde de la cama y observó las gotas de sangre que caían de entre sus dedos. Una niebla gruesa y antinatural entró por la ventana enrejada. Sacó su vieja llave inglesa oxidada y recorrió el metal con el pulgar, estudiándolo con los ojos perdidos. No conseguía recordar cuándo la había conseguido. No le importaba. A sus pies vio un camino polvoriento y, a su final, siluetas de todo el que le había hecho daño: los niños que lo acosaron, los ejecutivos que se aprovecharon de él y, de nuevo... Henry Bayshore. De la niebla emergieron las herramientas para librarse de ellos: despiadados garfios de metal, brillantes y hermosos en su simplicidad. El dolor le perforó la pierna al ponerse de pie, pero lo resistió y siguió adelante por el sendero polvoriento, dejando un rastro de sangre tras de sí.