Para comprender la condición humana, hay que superponerse a ella. Ese era el credo de Talbot Grimes, un químico escocés cuya ambición desenfrenada lo llevó a lo más alto. De niño era muy popular; un chico inteligente y carismático al que no le daba miedo enfrentarse a la autoridad. A pesar de sus habilidades sociales, tenía un carácter muy independiente y pasaba muchísimo tiempo explorando en solitario los inmensos campos que había cerca de su ciudad. Lo que empezó siendo mera curiosidad infantil casi le termina costando la vida al experimentar con dedalera venenosa. Se pasó días en la cama, sudando y vomitando todo alimento que le llegaba al estómago. Cuando se recuperó, no era miedo lo que sentía, sino fascinación. Había algo mágico en que una simple flor pudiera afectarle tan seriamente.
Durante su vida adulta, su ambición se desarrolló tan rápido como la cuestionabilidad de sus prácticas. Estudió en la Facultad de Medicina de Londres, donde sobresalió pese a sus repetidas amonestaciones. Su disposición a forzar los limites le aseguró un puesto en la empresa British East India, y en menos de siete años ya había ascendido a responsable del Departamento de Química. Con el tiempo, consiguió uno de sus mayores logros: un compuesto capaz de aumentar la productividad de los trabajadores. Como premio, se le confió un laboratorio secreto detrás de un campamento de prisioneros en Dyer Island.
Allí, cerca de la costa de India, los prisioneros de la Guerra del Opio se convirtieron en sus sujetos de pruebas para una droga que estaba desarrollando, gracias a la cual los soldados eran capaces de soportar unas cantidades increíbles de dolor. Aunque casi ninguno de los efectos secundarios revestía importancia, corría el rumor de un pequeño grupo de soldados se había vuelto loco y, fuera de sí, había masacrado aldeas y empalado a sus habitantes con bayonetas, para luego colgarlos de los árboles. No había informes oficiales sobre ese tema, y Talbot se negaba a sentirse culparse por algo que bien podía no ser más que un cuento de viejas.
Su insensible genialidad parecía imperturbable, pero ignoraba la cantidad de enemigos que había amasado con su cuestionable trabajo. El golpe de realidad fue literal, propinado en la nuca con una tubería de acero durante un viaje a Mangalore. Lo ataron y lo metieron en un carro. Cuando le quitaron la venda de los ojos, un hombre de aspecto enfermizo le mostró una fosa común con cientos de cadáveres. Talbot no lo sabía, pero su droga para aumentar la productividad había matado ya a un número de personas equivalente a una fábrica llena de trabajadores. Sabía que no podía defenderse contra la rabia y las acusaciones de su secuestrador; lo único que pudo hacer fue encogerse mientras le llovían los golpes de la tubería de acero. Dado por muerto, su cuerpo fue abandonado en la fosa común. Debatiéndose entre la vida y la muerte, empezó a arrastrarse en busca de una salida, hundiendo los dedos en la carne en descomposición. Había moscas negras alimentándose de las partes expuestas de su cuerpo. Era como si le estuvieran clavando cientos de alfileres. Al desplomarse, cayó frente a los ojos color miel de una fallecida. Demasiado débil como para empujarla, solo pudo quedarse inmóvil, contemplando los frutos del trabajo de su vida.
Volvió a la vida desde el borde de la muerte. Estaba en una cama pequeña, y un rostro amable y lleno de arrugas lo estaba observando. Le dolía cada inspiración, pero recibió cuidados hasta que se recuperó por completo en una antigua escuela de misterio que simulaba ser un monasterio. Los monjes estudiaban textos prohibidos en verdes jardines tras altos muros con la intención de trascender la mente humana en busca de otras dimensiones, pues creían que estaban conectadas entre sí.
Los conocimientos de Talbot demostraron ser esenciales. Sus compuestos para alterar la mente se integraban perfectamente con las teorías de la trascendencia neural. Se dio cuenta de que su salvación no había sido ninguna coincidencia, sino que lo habían sacado de la fosa a propósito con el fin de ampliar los conocimientos de la escuela. Aceptó ayudar hasta que se recuperase por completo y le encargaron la investigación de lo que los monjes llamaban "la sustancia química del alma", un compuesto derivado de la glándula pineal que podía activar la visión mental. Lo que empezó como un favor hacia sus salvadores no tardó en convertirse en una obsesión. Al revisar los archivos de textos perdidos de la escuela, descubrió fórmulas científicas que confirmaban ideas que se creían impensables. Soñó con llevar a la humanidad a un nuevo período de iluminación. Quizá de esa manera las pesadillas de los centenares de cadáveres de los trabajadores de la fábrica, y las de los dos ojos color miel, desaparecerían de su mente.
A medida que progresaba, la actitud de los monjes cambió. Las sonrisas amables que solían ofrecer comenzaron a acompañarse de miradas inquietas que se desviaban al menor contacto visual. Las conversaciones educadas se acabaron convirtiendo en murmullos silenciosos. Lo último que vio de la escuela fue el techo agrietado que contemplaba desde su cama, ramificándose como una dendrita a través del yeso.
Lo siguiente que recordó fue un mosaico destrozado de imágenes y sensaciones. Luces deslumbrantes, cascos de caballo sobre los adoquines, arpillera gruesa arañándole las mejillas y picaduras punzantes en el brazo. Se despertó, harapiento y sucio, acostado sobre una cama de paja en un fumadero de opio. Sumido en una densa niebla, lo primero en lo que pensó fue en sus notas, el único registro que tenía de sus innovadoras revelaciones. Rebuscó desesperadamente el sucio sótano, pidiendo ayuda a gritos. Las pocas personas que allí había alzaron la vista desde sus hamacas y tan solo pudieron ofrecerle ojos afectados por la droga y miradas apáticas que pronto se sumieron en una especie de sopor. No se percató de la figura que estaba detrás de él, y cuando sintió el pinchazo de la aguja en el brazo, el mundo desapareció una vez más.
Volvió a despertarse. Cada vez era peor que la anterior. Rozó con la lengua los huecos que tenía entre los dientes. Se preguntó cuánto tiempo habría pasado. Se le vino a la cabeza un vago recuerdo. La sustancia química del alma. Sus notas. Estar al borde de un descubrimiento. Un susurro lejano le invadió la mente.
Empezó a tantear con una piedra y la afiló con las manos temblorosas. Bajo la luz tenue del fumadero, entre sus catatónicos ocupantes, empezó a tallar en las paredes su investigación. Escribió durante horas, hasta que le sangraron los dedos, asimilando todo lo que la voz le susurraba pese a ser incapaz de comprenderlo. Cuando se quedó sin espacio para escribir, cogió la piedra y se talló el mensaje en el pecho. Ensangrentado, fue testigo del milagro que apareció ante sus ojos: un magnífico jardín de flores naranjas y exuberantes. La voz susurrante lo llamó y le pidió que se adentrara en el jardín para descubrir mundos y dimensiones más allá de la comprensión humana. Por un momento, Talbot sintió la misma fascinación que cuando era niño.
Los ocupantes del fumadero de opio se despertaron en silencio entre el olor seco del humo aún presente en el ambiente. Cuando la niebla de la droga se disipó, vieron la sangre que cubría el suelo y que se iba acumulando poco a poco en las juntas. Cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad de la habitación, comenzaron a distinguir las letras. Había una sola frase, pero se repetía una y otra vez: La muerte solo es el principio.