𝐂𝐚𝐩𝐢𝐭𝐮𝐥𝐨 𝐃𝐢𝐞𝐳

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Adrien se tensó contra el temblor de sus músculos. Su ritmo cardíaco zumbaba en sus oídos. Se esforzó por comprender cómo había perdido el control tan completamente de la situación. Un ruido le había sorprendido, y él había reaccionado sin pensar. No se había dado cuenta de nada hasta que se había encontrado tendido sobre Marinette, tratando de protegerla, tratando de proteger a ambos, y cuando el latido feroz del corazón se había desvanecido de sus orejas, fue tomando conciencia de lo que había hecho.

Golpear a una mujer indefensa contra el suelo. Saltando sobre ella como un loco. Dios Santo. Se sentía desorientado y más que un poco loco, podría haberla herido. Tenía que ayudarla a levantarse y ofrecerle una disculpa.

En su lugar, vio que la mano de ella se fue a la garganta, acariciando su pequeño pulso. Santo infierno, ¿Qué estaba haciendo?

Había pasado mucho tiempo desde que había tenido a una mujer. Se sentía tan bien que no quería librarla de su peso por el momento. Su cuerpo femenino y flexible encajaba tan bien con el suyo. Los dedos delgados y suaves seguían acariciando la parte posterior de su cuello. Nunca había visto unos ojos tan azules, puros y oscuros como el cristal del Bristol azul.

Adrien trató de recordar las razones por las que no debía sentirse atraído por ella. Incluso trató de convocar la imagen de Lila, pero fue imposible. Cerró los ojos y sintió que su respiración le golpeó la barbilla. La sintió en todas partes, en todo su cuerpo, su olor en la nariz y la garganta, su calidez hundiéndose en él.

Parecía como si todos los meses y los años de necesidad se habían evaporado a ese momento, con ésta figura esbelta escondida debajo de su cuerpo. Tenía miedo de lo que podría hacer con ella. Sabía que tenía que rodar lejos, poner distancia entre ellos, pero lo único que podía hacer era fundirse en el calor del cuerpo femenino, en la sensación de sus senos rozando su pecho, de sus piernas abiertas bajo las capas de sus faldas. El trazo de sus dedos sobre la nuca le provocó escalofríos de placer, y al mismo tiempo le puso la carne caliente por la necesidad.

Desesperado, buscó a tientas las manos y las cubrió con las suyas colocándolas sobre su cabeza.

Mejor. Y peor.

Su mirada lo provocaba, lo invitaba a acercarse más. Podía sentir su fuerza de voluntad, radiante como el calor, y todo en él respondió. Fascinado, observó un rubor en su piel. Quería seguir extendiendo ese color con los dedos y la boca.

En lugar de eso, negó con la cabeza para despejarse.

—Lo siento— dijo, y tomó aire —Lo siento— repitió. Una risa sin sentido del humor surgió de su garganta —Siempre estoy pidiéndole disculpas.

Sus muñecas se relajaron sobre sus manos.

—Esta vez no fue su culpa.

El ojiverde se preguntó cómo demonios podía parecer tan tranquila. Aparte de la mancha de color en sus mejillas, ella no daba muestras de inquietud. Tenía la molesta sensación de que ella se auto controlaba.

—La tire al suelo.

—No fue intencional.

Sus esfuerzos para hacer que se sintiera mejor, estaban teniendo el efecto contrario.

—La intención no importa cuando ha sido golpeada por alguien dos veces más grande de su tamaño.

—La intención siempre importa— dijo la peliazul —Y yo estoy acostumbrada a ser derribada todo el tiempo.

Él le soltó las manos.

—¿Ésto le sucede a menudo?— preguntó con sarcasmo.

—Oh, sí. Los perros, los niños... todo el mundo salta sobre mí.

E̴n̴g̴a̴ñ̴o̴  𝐝𝐞 𝐀𝐦𝐨𝐫Donde viven las historias. Descúbrelo ahora