[Dieciocho].

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𝑪𝒐𝒏𝒔𝒄𝒊𝒆𝒏𝒄𝒊𝒂.

Lilith tenía la cabeza hacia atrás, dejando expuesto su pálido cuello a la vibrante oscuridad que se cernía sobre cada cosa, la luz de las estrellas era baja; como un fantasmal halito que apenas rozaba su luz contra la roca tallada que llenaba el lugar, la boca abierta con dientes filosos en piedra se abría sobre ella con ambiciosa y ostentosa soltura, había un aura arcaica que penetraba cada grieta.

Esa ventana al exterior dejaba paso a que las personas se aglomeraran a observarla, adorarla. Ellos se arrastraban por el exterior puntiagudo y llegaban a la cima con los dedos sangrantes y dormidos por el dolor, aclamaban por atención, por el poder que ella llevaba adherido en el cuerpo y en el alma; eran seres sedientos y famélicos buscando saciarse de ese poder puro enroscado en cada molécula de la que estaba compuesta, en ella residía la magia del universo, de las infinitas galaxias siempre en expansión, sentía la muerte de cada estrella como si fuese un nervio tensándose y fortaleciéndose solo para hacerla más fuerte y más prisionera.

Ardiente, poderoso, peligroso y pecaminosamente seductor; su poder era un tentador bocado para un codicioso ser. Hacía que quisieran tenerlo con ellos, hacía que ansiaran lamer cada gota de su magia derramada como sanguijuelas intrusivas. Poco sabían que ese poder los llevaría rápidamente a la locura y luego los consumiría de dentro hacia fuera en menos de dos horas. No podrían soportarlo, y era algo lógico, si lo pensaban. Ellos habían sido hechos de la magia. Ella era la magia, era el poder.

Lilith todavía podía oír los aullidos de dolor de los aventureros nocturnos que trepaban con el deseo de llegar a ella en una nueva mañana, la sinfonía era como un canto nocturno que la rodeaba y la adormecía de aburrimiento.

Chocó sus uñas contra su mejilla, hundiendo el filo en la curva de su pómulo con inquietante calma, el dolor se asentó y la carne parecía ondear bajo el corte. Las gotas de sangre resbalaron hasta sus clavículas en un pequeño río, chorreando hasta la punta de sus pezones libres.

Ella estaba desnuda, sentada en su cama coronada en seda blanca y con la vista sobre el hueco aparatoso encima de su cabeza. Casi deseaba que hubiese uno de esos conflictos en donde su cuerpo ardía si no daba constancia de su presencia en el exterior, pero eso no era lo que deseaba, eso era fastidioso y ella quería divertirse. Se aburría estando día tras día ahí encerrada, reprimiendo sus afanes superficiales, con su cuerpo atado mágicamente a las dimensiones mágicas como si fuese el eslabón que mantenía todo el equilibrio y estando confinada a ese palacio de piedra tallada para que las criaturas no enloquecieran bajo el sello de su energía.

O para que ella misma no muera por sentir su energía mágica en todos lados. Su alma dispersa en pedazos, vibrante, ardiente, aplastante.

Regada en cada cosa, rizándose a su alrededor y serpenteando en las profundidades. Tanta conexión a todo el lugar la podía matar, y con su muerte física moriría su alma y su nudo espiritual con el universo. Sin su alma, todos y todo perecerían. Pero no era así de fácil, no; sería por etapas y ella lo sentiría todo hasta incluso después que se quedase el silencio. Ella no descansaría.

Estaría muerta su alma inédita, pero tanta multiplicación de los demás pedazos lograría que ellos solo se unieran y la formaran un monstruo de penares y venganza y tristeza. Un monstruo con un vacío interno que jamás sanaría, conociendo los horrores más terribles de la imaginación y enhebrando con sus dedos quebrados los hilos de las almas una vez muertas, sintiendo el destrozo de los habitantes del universo como suyo propio a cada paso.

Después de todo, eso ya había sucedido una vez. ¿Cómo más pudo crearse el Vacío? Uno de los tres había caído.

Trazó la línea de sangre en su cuerpo con su índice, aplastando la carne sin titubeos, limpió el líquido iridiscente metiendo los dos dedos en su boca, limpiando la sangre con su lengua y succionando.

Auroras y Ocasos [Supercorp].Donde viven las historias. Descúbrelo ahora