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NIAM

—¡Niam, tu padre te llama! —grita mamá desde la cocina por enésima vez.

—¡Ya voy! —me levanto perezosamente de la cama, tengo sueño y una tremenda flojera que ni ganas de bajar las escaleras tengo realmente. Arrugo las cejas cuando mamá vuelve a gritarme—. Ese hombre debería saber que los teléfonos existen por algo, tiene a mamá como mensajera y encima dejando sordo a medio vecindario.

Bajo los escalones bostezando abiertamente, un mosquito se mete en mi boca y termino tosiendo al llegar abajo. «Lo que faltaba».

—¿Estás resfriado, cariño? —me pregunta Nancy preocupada, está en la cocina preparando la cena.

—Eh, no, me atraganté con un mosquito. —hago una mueca y ella se carcajea.

—Cuando tu no estás preso, te andan buscando, hijo. —se sigue riendo y la miro mal.

—Eso, ríete, gracias, mamá.

—Lo siento, lo siento —intenta calmarse—. Es que también recordé cuando el año pasado casi mueres en ese almuerzo de negocios de tu padre.

La miro peor que antes ¿era necesario recordar semejante vergüenza?

—En mi defensa —me cruzo de brazos—, nadie me dijo que la salsa esa era picante, y...

—¿Por eso te la bebiste como si fuera agua?

—¡Tu hiciste lo mismo!

—Cariño, yo tengo un paladar fuerte, no como otros que...

—¿Sabes qué? Me voy de aquí, me caes mal.

Doy media vuelta tratando de ignorar su risa.

¿Por qué todos se ríen de mis desgracias?

A veces me da vergüenza explicar las cosas ilógicas que me han sucedido, me sorprende que en ese almuerzo papá no me haya lanzado un jarrón en la cabeza, empezando porque tosí como un loco frente a todos su jefes.

Lucía me saluda con la mano desde el sofá de la sala y continúa viendo su caricatura favorita mientras le peina el cabello a una de sus muñecas Barbie, el cachorro peludo que le regalaron a mamá en el trabajo descansa a sus piecitos, lamiéndole el dedo meñique con apego.

—¡Rocco, me haces cosquillas! —se ríe Luci y automáticamente sonrío; me hace feliz que mi hermanita sea tan alegre la mayoría de los días después de lo que pasó hace unos años.

Encuentro a mi papá en el auto, bueno, bajo el auto, y arrugo las cejas.

—¿Ahora qué le haces al pobre coche?

—¿Cómo que qué le hago? —apenas lo escucho—. Nunca ha estado del todo bien, es como un paciente en estado terminal. Le arreglo algo y de desbarata otro.

—Quizás el mecánico está cometiendo un error...

—¿Quieres que te lance una llave desde aquí?

Alzo las manos en señal de paz, aunque no puede verme.

—Solo decía, gruñón —vuelvo a mirar el pobre auto—. Ya pide reemplazo, papá, entiéndelo.

—Cómprame uno nuevo entonces.

—Claro que siempre puedes reparar este como otras veces ¿no? —me apresuro a decir y se ríe.

Está en la parte de enfrente de la casa, sus pies sobresalen de uno de los laterales del volvo plateado de Nancy, y de seguro está reparando de nuevo el agujero por donde se filtran pequeñas gotas de gasolina. Ese automóvil ha tenido ese problema desde que a papá y a mí se nos ocurrió intentar subir una montaña empedrada con él como si fuese un todo terreno.

BICOLOR ✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora