Capítulo 21: Nadie me quita, lo que yo quiero

121 12 2
                                    

Daniel

Entre el sueño pesado que me pedía que siguiera durmiendo y el deber de levantarme, coloqué mis codos en la cama. Estaba cansado después del viaje de la capital industrial hasta mi ciudad natal.

Bostecé sonoramente.

Era agotador viajar, no me imaginé el momento de tomar el puesto ausente de mi padre. La almohada que estaba debajo de mí, ubicada entre mis codos, rogaba con que la abrasara y durmiera otros minutos más. Pero no. Debía levantarme y prepararme para ir a la universidad.

Necesitaba aclarar unos asuntitos.

Salí de mi habitación aun adormilado. Me rasqué la cabeza, miré los alrededores. Di otro bostezo. Me di cuenta de que Rubén no estaba. Tan solo ayer había regresado a la ciudad y no nos dirigíamos la palabra para nada. Era impresionante como nos convertimos de los mejores amigos a unos completos desconocidos.

«Todo por culpa de una chica». Negué con la cabeza.

Me apresuré a desayunar algo, pero no tenía ganas de comer algo en concreto así que solo tomé café. Luego de media hora, tomé un baño y me vestí lo más sencillo posible. Un par de tenis grises, un pantalón vaquero oscuros y una camiseta de color azul claro, mangas larga. Me gustaba doblar las mangas hasta unos centímetros bajo los codos. El color azul claro ayudaba a resaltar mis ojos. Ojos casi celestes. De por si me miraba más albino de lo que era mí tez. Tomé mis llaves y al ver el otro par, me di cuenta de que Rubén los había olvidado.

Ese "cara de chorizo" como le apodé en mis tiempos de instituto, siempre olvidaba todo cuando estaba apresurado.

Las tomé y me las llevé conmigo, así que una vez que me lo encontrara en la universidad, se los devolvería. Después de todo, esperaba volver a ser su amigo. Cinco años de amistad pesaban mucho.

«Eso espero...». Pensé, apreté los labios.

Cuando bajé las escaleras, me detuve un momento para apreciar la puerta de Ana. Después de todo lo que pasamos, todavía no podía quitármela de la cabeza. Seguí caminando hacia afuera del edificio, sonriendo de lado.

No sé porque o cómo, ella logró meterse en mi cabeza. Su actitud inmadura, sus reacciones, sus expresiones, su aroma, incluso su manera de hablar cuando está nerviosa, todo lo que tenía que ver con ella me hacían perder la cabeza.

Era una chica rarísima, pero... hermosa. A pesar de su temor, que juraba que temía a los árboles, se mantenía alegre disfrutando al máximo en lo que podía. Ella era única, no existía otra Ana como ella.

«Me gustaría meterme en su cabeza para ver que tanto oculta detrás de esos hermosos ojos marrones brillantes».

―Si supieras Ana... ―«Lo tanto que te amo».

Suspiré.

Ella, era la única que sabía poner a prueba mi paciencia, la amo de una manera que nunca creí que lo volvería hacer.

«Si tan solo me aceptaras...».

Me detuve para abrir la puerta del auto, miré el cielo.

―Papá... ¿qué debo hacer? ―pregunté, talvez me daría alguna señal.

La brisa se volvió suave, las pocas hojas a mí alrededor se revolvieron un poco.

Bajé la mirada y suspiré.

―Si ella no me dice nada, me temo que tendré que renunciar ―dije con tristeza. La brisa se volvió fuerte por un momento. Azotando mí rostro como si lo hiciera con ira. A modo de protegerme, coloqué mi mano frente a mi rostro―. Está bien, está bien. No renunciaré ―dije de forma apresurada. Luego la brisa se detuvo. De un momento a otro, una brisa suave me acaricio―. Gracias Daniela. ―Sonreí. Después de todo, esas dos personitas, nunca me dejaron solo. Salvo cuando estaba con Ana.

BrisaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora