Capítulo 4:

2.4K 339 194
                                    

Resoplé, tirando sobre la cama el vestido que me acababa de quitar.

— ¿Cómo es posible que no me quede nada bien?— me quejé.

Imité a Carla y me dejé caer en la cama dramáticamente, como ella había hecho cientos de veces.

Había pasado toda una semana desde la última vez que había visto a Jed. La verdad, no tenía idea de lo que ocurría, porque él jamás pasaba tanto tiempo sin que pasara por casa. No había querido preguntarle a Jace, porque se iba a burlar de mí, como siempre, y lo primero que asumí fue que no era nada grave, porque mi hermano no estaba inquieto o preocupado.

— La pregunta es: ¿cómo es posible que a mí todo me quede tan bien?— dijo Carla, mirándose en el espejo—. Vale, me gusta como se ve todo. No me puedo decidir.

— Es que la belleza es algo que se lleva en la sangre, querida Carla— suspiré.

— En la sangre sí. En la cara, a veces no— comentó Ari, señalando a nuestra mejor amiga con un movimiento de cabeza.

Sonreí ligeramente mirando a la castaña.

No sabía de qué manera, pero ya habíamos llegado hasta septiembre, y eso significaba el cumpleaños de Carla. Ella era unos meses menor que Ari y yo, pero ya por fin —aunque ella no estaba muy emocionada por eso— cumplía dieciocho.

Normalmente, ninguna hacía grandes fiestas de cumpleaños, pero como de repente era una gran fiestera, había organizado una en su casa. Todos los de nuestra clase iban, a parte de eso había invitado a más personas, como a mi hermano, por ejemplo. Eso no me emocionaba tanto.

— Carla, basta ya. Necesito una pausa. Tengo hambre— se quejó Ari, sentándose a mi lado.

— Sí, Carla— me incorporé—. Tenemos hambre. Mucha.

Mi mejor amiga se giró y nos miró con cara de fastidio.

— Son tan flojas las dos— farfulló—. Vale, voy a quitarme el vestido y salimos a comer algo, ¿vale?— asentimos a la vez como dos niñas pequeñas.

Carla salió de la habitación y Ari resopló sonoramente.

— Bien, la loca se ha ido. Ahora dime por qué llevas días con esa cara— exigió, girándose hacia mí.

— Ari, he tenido la misma cara desde que nací— le recordé.

Perfecto, por graciosa me había ganado un buen golpe en el brazo.

— Estoy hablando en serio— reprochó.

— Yo también— aseguré.

Ella tenía razón, llevaba días de un humor horriblemente gris y demasiado apagada. Y lo peor es que ni siquiera sabía por qué. Que complicada era la adolescencia, de verdad.

— No sé lo que pasa, Ari— admití por fin.

— Yo sí— repuso enseguida, con una sonrisa extendiéndose por sus labios. La miré dubitativa.

— Lo que sea que crees que sabes, olvídalo— advertí—. No es eso.

— ¿Cómo lo sabes, si no te he dicho nada?— enarcó una ceja.

— Porque seguramente estás pensando en algo muy loco, que nada que verapostillé—. Siempre es así contigo.

La pelinegra se puso la mano en el pecho, haciéndose la ofendida.

— ¿Cómo puedes pensar eso de mí?— hizo un puchero—. Yo, que soy la voz de la razón en este grupo.

Apreté los labios para mantener mi semblante serio.

Lo que nos cuentan las estrellasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora