El día de hoy no lo he comenzado de la mejor manera, unos sueños escalofriantes me han estado atormentando durante la noche. Para colmo, cuando he entrado al trabajo, todos mis compañeros me miraban y cuchicheaban entre ellos.
Estoy hasta las mismísimas narices de este restaurante de mierda, de verdad. No ha traído nada bueno a mi vida y ya sé que nunca más voy a volver a trabajar en un sitio como este, sobre todo, si tiene un vestuario mixto.
La encargada no me quita la mirada de encima desde que ha comenzado el turno, y me hace sentir bastante incómoda. Reviso cada uno de los pasos que voy dando, pensando en qué es lo que está ocurriendo. Pero, en cuanto Santiago entra a la cocina y mis compañeros le dan palmaditas en la espalda y regalan palabras reconfortantes, mi confusión crece. Sin embargo, una bombilla se enciende en el fondo de mi cabeza.
Algo ha tenido que decir de mí, pero ¿el qué? Intento ignorar esta situación tan ridícula, porque realmente no entiendo nada.
Entrego bandejas sin parar y cobro a los clientes. En cierto momento de tranquilidad, obviando las continuas miradas inquietas de algunos de los otros trabajadores, estoy revisando que todo esté en orden, cuando un carraspeo procedente del otro lado de la barra llama mi atención.
—Perdone, ¿qué desea…? —No termino la pregunta. El cliente que requiere mi atención es el trajeado, aunque hoy venga vestido con una simple camiseta blanca y unos pantalones deportivos. Sin embargo, si algo me llama la atención, es el ostentoso reloj que decora su muñeca derecha. Parece brillar más que mi futuro en este restaurante.
Cuando le miro, no puedo evitar sentir inquietud, es como si su forma de observarme despertara una alarma en mi piel: tengo los pelos de punta. Él eleva las cejas, como si estuviera esperando algo. Pero ¿este qué hace aquí? Recuerdo la manera en la que anoche se acercó a mi coche y… Uf, qué escalofrío. Me centro en él.
—Disculpe, ¿qué desea pedir?
—Quiero dos menús tres y otros dos del siete. Para acompañar, cuatro de lo nuevo que habéis sacado. Y, para beber, qui…
—En cuanto a la bebida, yo les doy los vasos y ustedes los rellenan en el autoservicio —le corto con un tono impersonal y desganado, sin demasiadas ganas de cruzar más palabras con él. Puede que por la costumbre de saber leer a los clientes; todos suelen pedir lo mismo.
Señalo la barra que está a su izquierda, adelantándome a su pedido y dando por hecho que serán bebidas gaseosas, pero él no mira al lugar que indico.
Me observa muy serio, soberbio, y eleva una de sus densas cejas oscuras.
—Quiero dos cervezas —aclara—. Deberías aprender a tener la boca cerrada y dejar hablar a los demás. Al menos, si no los conoces. ¿Qué ocurriría si te pidiera una hoja de reclamaciones por dirigirte a mí como un puto robot?
Me quedo a cuadros. Me habla con condescendencia y eso me irrita. Aprieto los dientes e intento tranquilizarme; nada bueno puede salir si dejo salir a mi genio. Y puede que lleve algo de razón porque es una respuesta muy automatizada la que le he soltado, pero vamos, que no me ha gustado como lo ha dicho.
Inspiro y expiro un par de veces con la esperanza de que no haya visto cómo lo fulminaba con la mirada. Es cierto que esta bebida la llenamos nosotros en cocina ya que fuera la gente no tiene opción a ello y sería un claro descontrol. Vale, sí, he ido de lista. Está claro que hoy no va a ser mi día.
Mi pequeño descoloque es tal que entre la presión del ambiente de trabajo y lo que acaba de ocurrir, mi estado de ánimo de hoy se tambalea un poco. Estoy cansada y no quiero explotar aquí ni ahora.
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El verano que fuimos
RomanceCuando la vida te pone obstáculos y tú no consigues superarlos, ¿qué puedes hacer? Esto mismo es lo que se pregunta Altea cuando sus amigas deciden pasar el verano junto a los hermanos Stracci. Pero ella, nunca de los jamases se dejará engatusar por...