CAPÍTULO 18

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Sonreímos a la cámara. Kari con su enorme sonrisa y su pamela favorita, Tina con sus morros pintados de un rojo seductor y los rizos al aire, y yo conteniendo una carcajada y la cara descubierta con las gafas de sol en el pelo.

Hemos bajado a media tarde para disfrutar de este pequeño pueblo con la fama de ser el más bonito de todo Sicilia: Cefalú. Los hermanos nos han traído aquí asegurando que en cuanto volvamos a nuestra querida tierra, no dejaremos de echar de menos la belleza que encontramos por aquí.

Posamos unos minutos más hasta conseguir el resultado que más nos gusta —Mattia es muy bueno en esto— y nos ponemos en marcha.

Lo primero que nos llama la atención al meternos en las profundidades del lugar —y porque se veía desde el yate— es la Roca; una especie de montaña que hay en medio y en la que se alcanza a ver algunas ruinas.

Nos ponemos los cinco de acuerdo y optamos por hacer la ruta, por lo que pagamos las entradas y empezamos el camino. Menos mal que hemos decidido traer calzado plano —aunque casi me cuesta convencer a Tina para que no se trajera unas cuñas— porque entonces no hubiésemos aguantado.

Subimos sin prisas, a nuestro ritmo y hablando entre nosotros. Es el segundo día que pasamos juntos y ya se me haría raro pensar que al principio solo íbamos a ser nosotras. Pero me alegro de que no haya sido así. Quiero decir, lo pasaríamos genial, pero con ellos es un plus añadido sin ningún tipo de duda.

 Y eso que falta el mayor.

Caminamos a través de un sendero bien cuidado y no tardamos en cruzar la primera muralla y, al poco, la segunda, donde hay una bifurcación. Elegimos la que nos lleva al castillo y, a partir de aquí, el camino se vuelve terroso y piso alguna que otra piedra suelta que casi me la juega.

El sol pega con rabia y me arrepiento de no haber sido previsible haber traído algo para cubrirme la cabeza. De repente, algo cae sobre ella, y me asombra al comprender lo que es. Dante me ha cambiado su gorra conmigo. Bajo el ritmo dejando que los demás avancen, y nos quedamos en la retaguardia.

Todavía me cuesta acostumbrarme a esta versión más relajada, más de calle de Dante: vaqueros, camiseta y deportivas. Podría pasar por ser un chaval normal y corriente, solo que tengo la sensación de que nunca podría llegar a ser así.

—Gracias —le agradezco.

—Te estabas cociendo —se encoge de hombros.

Me doy cuenta de que varios mechones empapados en sudor le han caído a la frente y rozan sus cejas. Ver que varios pelos se salen de su sitio me descoloca aún más.

También me fijo en que no parece llevar nada más para poder taparse él y levanto el brazo con la intención de quitarme la prenda y devolvérsela. No es justo.

El pone su mano encima de la mía, reteniendo el movimiento.

—Será mejor que la dejes donde está —comenta.

—Pero…

—Puedo arreglármelas.

—¿Es que acaso eres un superhombre? —Levanto una ceja.

Él se ríe entre dientes

—Hacía mucho que no me rebatías. —Sonríe—. Lo echaba de menos.

Consigue bloquearme con esas palabras. Por lo visto, se ha dado cuenta que desde el otro día no he sabido volver a comportarme como antes.

Y me está ofreciendo la manera de volver a hacerlo.

Le azoto el brazo de broma, consiguiendo volver a nuestra dinámica.

El verano que fuimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora