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¿Cómo se distingue un sueño de una pesadilla?

Si aparece un libro ardiendo, probablemente sea una pesadilla.

Me encontraba en una sala del Senado romano; no la famosa e imponente cámara de la República o el Imperio, sino la antigua sala del Senado del reino de Roma. Las paredes de barro cocido estaban pintadas toscamente de blanco y rojo. El suelo sucio estaba lleno de paja. El fuego de los braseros expulsaba nubes de hollín y humo que oscurecía el techo de yeso.

Esa era Roma, en su forma más antigua y pura: toda ansia y crueldad. Los guardias reales llevaban armaduras de piel curtida sobre las túnicas sudadas. Sus lanzas de hierro negras estaban forjadas rudamente a martillazos y sus yelmos cosidos con piel de lobo. Había es la se al pie del trono, que era una losa de piedra toscamente labrada y cubierta de pieles. A cada lado de la sala había unos ásperos bancos de madera; la tribuna para los senadores, que se sentaban más como presos o espectadores que como políticos poderosos. En esa época, los senadores sólo tenían un auténtico poder: el de votar el nuevo rey cuando moría el viejo. De lo contrario, se esperaba que aplaudieran o se callaran cuando correspondía.

En el trono estaba sentado Lucio Tarquinio el Soberbio: séptimo rey de Roma, asesino, intrigante, tratante de esclavos y en general un desgraciado de primera. Su rostro era comp porcelana humeada cortada con un cuchillo de carnicero: una boca grande y reluciente torcida en una expresión ceñuda, una nariz rota y curada en un desagradable zigzag, unos ojos recelosos de párpados gruesos y un cabello largo y greñudo que podría haber sido arcilla salpicada.

Traía puesta la piel de un lobo como capa. Su túnica era de un rosa moteado tan oscuro que resultaba imposible saber su antes era roja y se había salpicado de lejía o si era blanca y se había salpicado de sangre.

Aparte de los guardias, la única persona de pie en la sala era una anciana que miraba hacia el trono. Su capa con gorro de color rosado, su enorme cuerpo y su espalda encorvada hacían que pareciera un reflejo burlón del propio rey: la versión cómica de Tarquinio. En el pliegue del codo sostenía una pila de seis libros encuadernados en piel, todos del tamaño de una playera doblada e igual de blandos.

El rey la miraba con el ceño fruncido.

—Volviste. ¿Por qué?

—Para ofrecerles el mismo trato que la última vez.

La mujer tenía la voz ronca, como si hubiera estado gritando. Cuando se bajó el gorro, su cabello gris desaliñado y su rostro demacrado de mejillas caídas la hicieron parecer todavía más la hermana gemela de Tarquinio. Pero no lo era. Era la legendaria sibila de Cumas.

Tarquinio se removió en su trono. Trató de reír, pero el sonido que le salió pareció káiser un ladrido de alarma.

—Debes de estar loca, mujer. Tu precio original habría arruinado a mi reino, y eso era cuando tenías nueve libros. Quemaste tres, ¿y ahora vuelves para ofrecerme sólo seis por la misma cantidad astronómica?

La mujer tendió los volúmenes encuadernados en piel, con una maña encima como si se preparara para pronunciar un juramento.

—El conocimiento es caro, rey de Roma. Cuanto menos hay, más vale. Alégrate de que no les cobre el doble.

—¡Ah, ya veo! Así que debería estar agradecido—el rey miró a su público cautivo formado por senadores en busca de apoyo. Ésa era la señal para que se rieran y se burlaran de la mujer. Ninguno lo hizo. Le temían más a la sibila que al rey.

—No espero gratitud de individuos de tu calaña—le espetó la sibila—. Pero deberías actuar en tu interés y en el interés de tu reino. Les ofrezco conocer el futuro... cómo evitar los desastres, cómo pedir ayuda a los dioses, cómo convertir Roma en un gran imperio. Todos esos conocimientos están aquí, por lo menos quedan seis libros.

Las pruebas de la luna: la Tumba del TiranoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora