Capítulo dieciocho

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Diana:

"Hogar" Qué palabra tan maravillosa.

No tenía ni idea de lo que significaba, pero sonaba bien.

En algún punto del camino de vuelta al campamento, mi mente debió de disociarse de mi cuerpo. No recuerdo haber llegado al valle. Pero en algún momento mi conciencia se alejó como un globo de helio que se escapa.

A pesar de mi malestar, sintiéndome cómoda entre los brazos de Percy, soñé con hogares. ¿Alguna vez había tenido uno?

Delos era mi lugar de nacimiento, pero sólo porque mi madre, Leto, se refugió allí estando embarazada para escapar de la ira de Hera. La isla nos sirvió de santuario de emergencia a mi hermano y a mí, pero nunca me pareció un hogar así como el asiento trasero de un taxi tampoco le parecía un hogar a un niño nacido de camino al hospital.

¿El monte Olimpo? Tenía un palacio allí. Lo visitaba si no me quedaba más remedio. Pero siempre me pareció más el sitio donde mi padre vivía con mi madrastra.

¿El Palacio de la Luna? Selene me había entregado las llaves después de abandonar su puesto como conductora de la luna. Pero ese jamás había dejado de ser su hogar, se pasaba constantemente, al menos hasta que le perdí el rastro eventualmente. Pero para mí ese lugar jamás fue de mi propiedad, no era más que una invitada o administradora del sitio.

Supongo que mi hogar estaba en los bosques, con la ps cazadoras, viajando constantemente. Bien dicen que el hogar es donde está tu familia. Pero aún así, deseaba tener un sitio, fijo siempre en algún lugar, al cual acudir cuando lo necesitara. No como una base, sino como un hogar.

Empecé a recordar todos mis últimos viajes, desde el Campamento Mestizo hasta la Nueva Roma, todos esos momentos, lugares, y hogares...

Pensé en cierto chico que se las había arreglado sin buscarlo para hacerse un hueco en mi corazón sin que siquiera yo me diera cuenta.

Quería detenerme en esos buenos recuerdos. Sospechaba que podía estar muriéndome, tal vez acostada en el suelo del bosque mientras el veneno de demonio se propagaba por mis venas. Quería que mis últimos pensamientos fueran alegres. Pero mi cerebro no pensaba lo mismo.

Me encontraba en la cueva de Delfos.

Cerca, arrastrándose en la oscuridad, envuelta en humo naranja y amarillo, se hallaba la figura ya tristemente familiar de Pitón, como el dragón de Komodo más grande y rancio del mundo. Desprendía un olor de una acritud agobiante: una presión física que me oprimía los pulmones y hacía gritar mis senos paranasales. Sus ojos atravesaron el vapor sulfúrico como faros.

—¿Crees que importan algo?—la voz resonante de Pitón me hizo castañetear los dientes—. ¿Esas pequeñas victorias? ¿Crees que conducen a algo?

Yo no podía hablar. La boca todavía me sabía a chicle. Daba gracias por el sabor dulzón, que me recordaba que fuera de esa cueva de los horrores existía otro mundo.

Pitón se acercó pesadamente. Yo quería invocar mi arco, pero tenía los brazos paralizados.

—Todo ha sido en vano—dijo—. Las muertes que has causado, las muertes que causarás, no importan. Aunque ganes todas las batallas, perderás la guerra. Igual que tu hermano, no entiendes lo que verdaderamente está en juego. Enfréntate a mí, y morirás.

Abrir sus enormes fauces, babeantes labios reptiles replegados sobre dientes brillantes.

—¡Ah!—abrí los ojos de golpe. Agité las extremidades.

Las pruebas de la luna: la Tumba del TiranoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora