Capítulo veintisiete

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Siempre me habían agradado los cuervos.

Seguían a las manadas de lobos por el bosque, se alimentaban de los restos de las presas que la manada abatía, y a cambio montaban guardia, si algún extraño se acercaba, ellos graznarían y alertarían a los lobos del peligro.

Aunque no eran cazadores, tenían picos como cuchillos de sierra y garras como ganchos de carnicero. Ese no era el plan original para ellos. Lo sé porque yo misma los creé.

¿Qué? ¿Creías que fue Apolo quien los creó? Bueno, eso sólo es una verdad a medias.

Sin embargo, puedo decir que en ese momento hubiera deseado que Apolo les hubiera dado esponjas en lugar de picos: esponjas agradables, suaves y blandas que no pudieran picotear. Y de paso, pudiera haberles añadido garras de espuma.

O mejor aún, que los hubiera dejado como estaban en un principio.

Percy gruñó cuando uno de los pájaros pasó junto a él y le arañó el brazo.

Otro se abalanzó sobre las piernas de Reyna. La pretora le lanzó una patada, pero su talón no le dio al pájaro y me alcanzó en la nariz.

—¡Hey!—grité con la cara entera profúndame adolorida.

—¡Mi culpa, perdón!

Reyna trató de trepar, pero los pájaros daban vueltas alrededor de nosotros, picoteándonos, arañándonos y arrancándonos pedazos de ropa.

—¿Por qué ese inútil no dejó a mis pájaros en paz?—dije para mi misma.

—¿A qué te refieres?—preguntó Reyna, desenvainando su espada.

—Yo cree a los cuervos—expliqué—. ¡Lo escucharon, algo de respeto para su creadora!

Los cuervos graznaban indignados. Uno se lanzó en picada y por poco me da en el ojo izquierdo con las garras. Reyna blandió la espada como una loca tratando de mantener la bandada a raya.

—No parecen muy felices de verte—dijo Percy, también con su espada en mano, mientras alejaba a otro cuervo.

—Bueno, están algo locos. Apolo fue el que los dejó así.

A las aves no les gustó eso. Uno se abalanzó sobre Percy, pero éste respondió cortándole la cabeza de un solo movimiento.

Se escucharon más chillidos airados de los pájaros, aunque de momento no se acercaban, recelosos por el par de semidioses con espadas.

Tarquinio había elegido a unos guardianes bastante acertados, considerando que todo el plan de los emperadores se había basado en que fuera Apolo el que cayera a la tierra, en lugar de cierta diosa de la caza que digamos que conocía bastante bien.

Esas aves odiaban a mi hermano, seguramente habían aceptado el trabajo con la esperanza de poder matarlo.

Sospechaba que el único motivo por el que seguíamos vivos era que su enorme tamaño les impedía atacar todos al mismo tiempo.

Con cada graznido furioso reclamaban alguna de las deliciosas partes de nuestros cuerpos:

"¡Yo pido el hígado!"

"¡No, el hígado lo pido yo!"

"¡Bueno, pues entonces pido los riñones!"

Los cuervos tienen tanta codicia como espíritu de la contradicción. Lamentablemente, no podíamos esperar que debatieran mucho. Estaríamos muertos en cuanto decidieran el orden de picoteo.

Aves desagradecidas, ¡Algo de amor hacia su madre, por favor!

Reyna le asestó un golpe a uno que se estaba acercando demasiado. Miró la plataforma de la viga transversal situada por encima de nosotros, calculando quizá si le daría tiempo de alcanzarla en caso de envainar la espada. A juzgar por su cara de frustración, llegó a la conclusión de que no.

Las pruebas de la luna: la Tumba del TiranoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora