Capítulo dieciséis

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Bajé en silencio por los escalones detrás de Hazel a la tumba del carrusel.

Mientras descendíamos, me pregunté por qué Tarquinio había decidido residir debajo de un carrusel.

Me temblaron las rodillas de pánico. Me acordé de que existía un motivo por el cual me estaba adentrando a la guarida de ese asesino. No sabía cual era en ese momento, pero tenía que haber uno.

Los escalones terminaban en un largo pasillo, con las paredes de piedra caliza decorada con hileras de máscaras mortuorias de yeso. Al principio no me pareció raro. La mayoría de los romanos pudientes tenía una colección de máscaras mortuorias para honrar a sus antepasados. Entonces me fijé en las expresiones de las máscaras. Al igual que los animales del carrusel, las caras de yeso tenían expresiones congeladas de pánico, angustia, rabia, terror. No eran antepasados a los cuales honrar. Eran trofeos.

Miré atrás a Percy y Lavinia. Percy estaba al pie de la escalera mirando por donde habíamos venido.

Lavinia me miró a los ojos como diciendo: "Sí, esas máscaras son muy feas. Y ahora, andando"

Seguimos a Hazel por el pasillo; cada tintineo y crujido de nuestras armas resonaba contra el techo abovedado.

El túnel se bifurcó varias veces, pero Hazel siempre parecía saber qué dirección seguir. De vez en cuando se detenía, nos miraba y señalaba con insistencia alguna parte del suelo para recordarnos que no nos desviáramos del camino que marcaba. No sabía lo que pasaría si daba un paso en falso, pero no tenía el más mínimo deseo de que mi máscara mortuoria se incorporara a la colección de Tarquinio.

Después de lo que parecieron horas, empecé a oír agua goteando en algún lugar delante de nosotros. El túnel se abrió en una sala circular como una gran cisterna; el suelo no era más que un estrecho sendero de piedra que atravesaba una alberca oscura y honda. Enganchadas a la pared más lejana había media docena de cajas de mimbre como trampas para langostas, con una abertura circular en el fondo del tamaño justo para... Oh, dioses. Cada caja era del tamaño justo para encajar la cabeza de una persona.

Se me escapó un pequeño gemido.

Hazel miró atrás. "¿Qué?", esbozó en silencio con los labios.

Una historia recordada a medias se elevó de la masa fangosa de mi cerebro: cómo Tarquinio había ejecutado a uno de sus enemigos ahogándolo en una alberca sagrada. Había atado las manos del hombre, le había colocado una jaula de mimbre sobre la cabeza y la había ido llenando poco a poco de piedras hasta que el pobre tipo no pudo seguir manteniendo la cabeza por encima del agua.

Por lo visto, Tarquinio seguía disfrutando de esa particular forma de entretenimiento.

Negué con la cabeza. "Mejor que no lo sepas"

Hazel, que era sabia, se fió de mi palabra. Nos condujo hacia adelante.

Justo antes de la siguiente cámara, Hazel levantó la mano en señal de advertencia. Nos detuvimos. Siguiendo su mirada, distinguí a dos guardias esqueléticos en el otro extremo de la sala, flanqueando un arco de piedra labrado de forma recargada. Los guardias se mofaban uno al otro, ataviados con yelmos de guerra, que seguramente eran el motivo por el que todavía no nos habían divisado. Si hacíamos el más mínimo ruido, si miraban hacia nuestra dirección por algún motivo, nos verán.

Unos veinte metros nos separaban de su posición. El suelo de la cámara estaba lleno de viejos huesos humanos. No había forma de que pudiéramos acercarnos sigilosamente a ellos. Eran guerreros esqueléticos, las fuerzas especiales del mundo de los no muertos. No tenía ningún deseo de luchar contra ellos. Me estremecí preguntándome quiénes eran antes de que los eurinomos los redujeran a huesos.

Las pruebas de la luna: la Tumba del TiranoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora