Capítulo treinta y uno

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Tal vez no fue la mejor idea.

Reyna y Percy se movieron con cautela, como cuando uno acerca a un animal salvaje arrinconado o a un inmortal furioso. Se situaron a cada lado de Harpócrates, levantaron sus espadas por encima de los fasces y esbozaron en silencio con los labios: "¡Uno, dos tres!"

Fue como si los fasces hubieran estado para explotar. A pesar de lo tardado que debería ser romper oro imperial con oro imperial y bronce celestial, sus espadas cortaron los cordones y los cables como si no fueran más que visiones de si mismas.

Sus ojos impactaron en los fasces y los rompieron en pedazos: haces de varas que se hicieron astillas, mangos que se partieron, medias lunas doradas que cayeron al suelo.

Los semidioses retrocedieron, visiblemente muy sorprendidos por su éxito.

Harpócrates sonrió débilmente.

Sin hacer ruido, la grilletes de sus manos y sus pies se agrietaron y se deshicieron como el hielo primaveral. Los cables y cadenas que quedaban se arrugaron y ennegrecieron enroscándose contra las paredes. Harpócrates estiró la mano libre—con la que no hacía el gesto de "shhh, te voy a matar"—, y las dos hojas doradas de los fasces rotos fueron volando hacia ella. Sus dedos se pusieron candentes. Las hojas se derritieron, y el oro empezó a gotear entre sus dedos y se acumuló debajo de él.

El dios recogió un bote de su regazo, no me había fijado en él antes: un bote de cristal, aparentemente vacío, cubierto con una tapa metálica.

Entonces más imágenes asaltaron mi mente.

Vi a un eurinomo entrar corriendo a la cárcel de Harpócrates, con el bote de cristal metido debajo del brazo. El demonio babeaba y sus ojos dependían un brillo morado.

Harpócrates se revolvió entre sus cadenas. Parecía que en ese momento no llevaba mucho tiempo en la caja. Quería aplastar al eurinomo con silencio, pero no parecía que el demonio se viera afectado. Su cuerpo estaba siendo impulsado por otra mente, lejos de allí, en la tumba del tirano.

Incluso transmitida telepáticamente, era evidente que la voz pertenecía a Tarquinio: profunda y brutal como las llantas de un carro sobre la carne.

"Te traje a una amiga", dijo. "Procura no romperla."

Lanzó el bote a Harpócrates, que lo atrapó sorprendido. El demonio poseído por Tarquinio se fue cojeando, riendo diabólicamente entre dientes, y encadenó las puertas detrás de él.

Sólo en la oscuridad, lo primero que Harpócrates pensó fue romper el bote. Cualquier cosa que viniera de Tarquinio tenía que ser una trampa, o veneno, o algo peor. Pero tenía curiosidad. ¿Una amiga? Harpócrates Ninfa había tenido una. No estaba seguro de entender el concepto.

Percibía una fuerza vital en el interior del bote: débil, triste, consumida, pero viva, y posiblemente más antigua que él. Abrió la tapa. Una debilísima voz empezó a hablarle abriéndose paso a través de su silencio como si éste no existiera.

Después de muchísimos milenios, Harpócrates, el dios silencioso que no debía existir, casi se había olvidado del sonido. Lloró de alegría.

Esa no era una simple voz, era la antigua voz de la sibila de cumas.

Eso me llamó la atención, no entendía como es que la sibila seguía viva, o como había quedado en aquel recipiente, pero se me notificó mentalmente que eso era algo para más tarde.

Volviendo con las imágenes mentales.

El dios y la sibila empezaron a conversar.

Los dos sabían que eran peones, prisioneros. Si estaban allí, era porque resultaban de utilidad a los emperadores y a su nuevo aliado Tarquinio. Al igual que Harpócrates, la sibila se había negado a colaborar con sus captores. No quiso decirles nada del futuro. ¿Por qué iba a hacerlo? Estaba por encima del dolor y el sufrimiento. No le quedaba nada que perder, en sentido literal, y sólo deseaba morir.

Las pruebas de la luna: la Tumba del TiranoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora