Capítulo treinta y ocho

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Una quemadura de tercer grado fue lo menos doloroso que me llevé de aquel túnel.

Salí tambaleándome al aire libre, con la espalda chisporroteando, las manos echándose humo y todos los músculos del cuerpo como si me hubieran cortado con navajas de afeitar. Ante mí se extendían las restantes de los emperadores: cientos de guerreros listos para la batalla. A lo lejos, dispuestos a través de la bahía, esperaban cincuenta yates preparados para disparar su funesta artillería.

Nada de eso me dolía tanto como saber que había dejado a Frank Zhang entre las llamas.

Calígula había muerto. Lo notaba, como si la tierra exhalara un suspiro de alivio mientras la conciencia del emperador se desintegraba en una explosión de plasma sobrecalentado. Pero, oh, que precio había tenido. Frank. El adorable, torpe, desmañado, valiente, fuerte, dulce y noble Frank.

Habría llorado, pero mis contactos lagrimales estaban secos como las quebradas del desierto del Mojave.

Las fuerzas enemigas parecían tan pasmadas como yo. Hasta los germani se habían quedado con la boca abierta. Hace falta algo muy intenso para que un escolta imperial reaccione así. Ver a tus jefes volar por los aires en un enorme eructo de fuego desde la ladera de una montaña sin duda lo consigue.

Detrás de mí, una voz apenas humana dijo borboteando.

—ARGSSHHH.

Me volví.

Estaba demasiado muerta como para sentir miedo o asco. Cómo no, Cómodo seguía vivo. Salió arrastrándose de la cueva llena de humo apoyándose en los codos, con la armadura medió derretida y la piel cubierta de ceniza. Su rostro parecía un pan de tomate quemado.

No lo había dejado lo bastante cono. Por algún motivo, no le había dado en las arterias o el tendón de Aquiles. Lo había estropeado todo, incluso la última petición de Frank.

Ninguno de los soldados corrió en auxilio del emperador. Se quedaron paralizados de incredulidad. Tal vez no asociaban a aquella maltrecha criatura con Cómodo. Tal vez creían que estaba haciendo otro de sus numeritos y aguardaban el momento para aplaudir.

Por increíble que parezca, Cómodo logró levantarse. Cojeaba y se ladeaba sin encontrar el equilibrio.

—¡BARCOS!—dijo con voz ronca.

Pronunció tan mal la palabra que por un momento pensé que había gritado otra cosa. Supongo que a sus tropas les pasó lo mismo porque no hicieron nada.

—¡FUEGO!—farfulló gimiendo, lo que, por otra parte, podría querer decir simplemente: "EY, MIREN, ESTOY RODEADO DE FUEGO".

Sólo entendí su orden un instante más tarde, cuando Gregorix gritó:

—¡DEN LA SEÑAL A LOS YATES!

Se me atragantó la lengua.

Cómodo me dedicó una horrible sonrisa. Le brillaban los ojos de odio.

No sé de donde saqué las fuerzas, pero arremetí contra él y lo tecleé. Caímos al pavimento, con mis piernas a horcajadas sobre él y mis manos alrededor de su garganta, cómo habían estado siglos antes las de mi hermano cuando mató a Cómodo por primera vez. El emperador luchó, pero sus puños parecían de papel. Solté un rugido gutural; una canción de una sola nota; un llamado con un único propósito; rabia y odio puro.

Poco a poco, el cuerpo de Cómodo se fue encogiendo, se llenó de finos y suaves pelos blancos y unos cuernos empezaron a abrirse paso a través de su craneo.

Me encontraba mirando con ira a una pequeña liebre con cuernos en mis manos.

Debo aclarar que estoy más que en contra del maltrato animal, pero también soy una cazadora, y ese jackalope era mi presa.

Las pruebas de la luna: la Tumba del TiranoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora