Capítulo 12. Juntas al borde del precipicio

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El dolor hacía mucho que había remitido, pero no la quemazón. Esa sensación seguía ahí. Como el fantasma de sus dedos, de su palma, golpeándole la piel. Emma estaba tendida en el sofá de su salón, con la vista perdiéndose en el blanco del techo y las manos estiradas sobre su regazo. ¿Cuántas horas había pasado allí? Llorando, gritando, temblando. Notaba los músculos cargados, tensos y al borde de la fatiga. Estaba exhausta y aún así no podía dormirse. Cuando los párpados cedían al influjo de la gravedad, su mente revivía la escena en la que su padre se abalanzaba sobre ella y le abofeteaba la mejilla. A Emma se le disparaba el pulso y las náuseas le atenazaban la garganta. Entonces se incorporaba, aferrándose al respaldo e intentaba controlar el ritmo de su respiración. Luego volvía a tumbarse en el mismo sitio, boca arriba, con la esperanza de que la próxima vez fuera distinta. No lo era.

Entre la música que acompañaba su silencio, Emma también podía oír el ruido de las notificaciones de su teléfono. No dejaba de vibrar desde hacía horas. Y ella había cometido el error de revisarlo la primera vez, así que sabía que tenía un mensaje de su padre en el que le pedía disculpas. Algo parecido a «tienes que entender que lo hago porque me preocupo por ti. Si no hicieras estupideces, no tendría necesidad de reprenderte». Sonaba a excusa rápida, vacía de significado, y a ella eso le sabía a poco.

Se enroscó en el sofá, encogiendo las piernas hacia su pecho, y cerró los ojos. Lo que sí había tenido un significado muy fuerte para Emma había sido una frase en cuestión. Aquel «no eres más que una puta, como tu madre». Hasta el momento creía que la relación entre sus padres había sido idílica, salvo por la intervención de Henry, pero empezaba a dudar absolutamente de todo. Y no le gustaba hacerlo, aunque tampoco podía evitarlo. A fin de cuentas, ¿qué sabía realmente de su padre? Había pasado más tiempo sin él que en su compañía.

El sonido del timbre la sacó de sus pensamientos de un modo abrupto. Casi tanto como el respingo que dio, aferrándose al respaldo del asiento. Emma miró durante unos segundos hacia la puerta, sopesando si levantarse o no. Después cayó en la cuenta de su estado y la decisión le resultó tremendamente sencilla. No iría. Con el labio aún palpitante e hinchado, no le apetecía dejarse ver por nadie. Ya se había decantado por acostarse en el sofá de nuevo cuando volvieron a llamar. Y en esa ocasión dejaron pulsado el interruptor unos segundos más.

Ante la insistencia, Emma se extrañó y echó un vistazo a su teléfono. ¿Podían ser Neal o Mary? Lo dudaba. El primero estaría de turno en el Lumiere y Mary se había ido a pasar unos días a casa de sus padres. Aún así, prefirió asegurarse y agarró el terminal con cierto reparo. Por suerte no había novedades de su padre. El hombre se había cansado de no recibir respuesta y había dejado de escribirle. Lo que Emma sí encontró fue un extraño y críptico «ya me lo agradecerás después» de parte de Mary. ¿A qué se refería? No tuvo tiempo de darle más vueltas porque un tercer timbrazo le hizo fruncir el ceño y levantarse de muy mala gana.

—¡Ya voy! ¡Ya voy, joder! —gritó a pleno pulmón. Quería que quien fuera que estuviera al otro lado, tuviera bien claro que la estaba molestando.

En cuanto llegó a la entrada, se puso de puntillas para poder ver por la mirilla y se le cortó la respiración. El corazón le empezó a bombear con tanta fuerza que temió que fuera a romperle las costillas. De todas las personas del mundo, tenía que ser precisamente ella. Y en ese maldito momento. Inspiró hondo y pudo notar su respiración volviéndose pesada, agitándose al escapar de sus labios.

—¿Cómo tienes mi dirección? —preguntó.

Vio a Regina enarcar las cejas al otro lado y ella apoyó ambas manos en la madera de la puerta. Como si quisiera confirmar que aún había algo que las separaba. Estaba muy vulnerable como para dejarla entrar. Demasiado. No era una buena idea. ¿Lo era? Joder, en el fondo necesitaba tanto dejarla entrar... Tanto que le quemaba hasta en las entrañas.

Hasta creer en tiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora