Capítulo Trece- Merida

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El sueño, la voz y la obligación.

Estaba sola en medio de la nada, con un calor profundo penetrando su piel, y sentía miedo. Se sentía sola.
-Gracias por facilitarme el trabajo, preciosa- una voz profunda la sobresaltó por detrás.
Se dio la vuelta, pero no veía de dónde procedía la voz. Solo tenía ojos para la gran hoguera púrpura que crepitaba en medio de aquel desierto de roca roja, en medio de aquella oscuridad tenebrosa. Y formando una línea, tres estacas, y amarrados a ellas, tres personas. Merida jadeó.
Uno de ellos era un chico peliblanco de aspecto pálido, tenía los ojos medio abiertos y miraba el fuego sin ver nada en realidad. No sabía por qué, no lo conocía de nada, pero tenía que sacarlo de allí.
Otro cuerpo colgaba de otra estaca, esta vez una chica rubia con el cabello tan largo, que caía desparramado en cascada hasta el suelo de roca. Lloraba en silencio, intentando reprimir las lágrimas.
Merida dirigió la mirada a la tercera estaca, y el corazón le dejó de latir, y dejó de respirar. Hipo.
A diferencia de los otros dos chicos, tenía la cabeza caída y los ojos cerrados. Estaba inconsciente, con un golpe muy feo en la parte de atrás de la cabeza. Llevaba además un colgante del largo de un dedo pulgar, redondeado y de color negro, con finas líneas blancas que creaban un enrevesado diseño.
Una risa resonó por toda la estancia, aunque Merida no lograba distinguir los límites de ésta.
-¡¡¡Suéltalos!!!- gritó, a la vez que las lágrimas se le salían de los ojos.
No aguantó más y echó a correr hacia Hipo, intentó desatarlo, pero cada vez que deshacía un nudo, la cuerda hacía otro todavía más fuerte en torno al delgado cuerpo del chico, que jadeó por falta de aire.
-No... no...- sollozó Merida, impotente, retrocediendo al ver que sus intentos por ayudarlo estaban matándolo.
De nuevo la risa.
-Así es como debe de ser- proclamó la voz profunda, y Merida cayó de rodillas, temblorosa y horrorizada: - Así no sufrirás. Piénsalo, Merida, ellos, o tu familia.
-¡No!- a penas le salía voz.
Giró la cabeza y encontró la misma escena, esa vez, con su madre, su padre, sus hermanos...
-No...- iba a volverse loca, totalmente loca. Se agarró mechones de pelo y acabó tumbada, llorando desconsolada.
-Entonces, ¡obedéceme!- gritó la voz. Merida deslizó sus temblorosas manos hacia sus oídos: - Tráelos a mí, Merida, y tus amigos vivirán.
-¡No entiendo lo que quieres! - chilló Merida, ¿no era Hipo el que colgaba moribundo de aquella estaca? ¿No era él su amigo? ¿Cómo podría llevarlo hasta allí, y darle aquello que esa voz quería, con la certeza de que viviría?
-Claro que lo entiendes, preciosa - susurró la voz, lenta, dulcemente:- Sólo tienes que traerlos hacia mí... A los dos... Sé que quedan dos...

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