Un rayo partió el cielo e iluminó con un destello el rostro del hombre. La fuerte lluvia azotaba su tez pálida. El alborotado pelo rubio que le caía sobre el rostro redondo, de mejillas sonrojadas, y las prendas a medio vestir delataban que había salido de la cama a toda prisa. Parecía que en la urgencia del momento hubiese olvidado hasta la capa, y ahora tanto su jubón como sus calzas chorreaban agua.
Giró la cabeza y escuchó con horror el lejano tañido de una campana, ahogado por la tormenta. Aquel rítmico repique parecía atenazarle el corazón cada vez con más fuerza, como si confirmase el terrible presentimiento que le había arrancado del sueño. Nervioso, se mordió el labio inferior, apretó contra el pecho la caja que llevaba entre los brazos. Luego, miró hacia un lado y otro de la solitaria calle para asegurarse de que ningún peligro acechaba, se llenó los pulmones de aquel aire frío, cargado de un fuerte olor a tierra húmeda, y echó a correr como si el Diablo mismo lo persiguiese.
De pronto, una oscura forma le salió al paso y obligó a detenerse. Observó la silueta del desconocido, intentando discernir si era amigo o enemigo.
-¿Qué es lo que ocurre? -dijo la voz grave y profunda del que bloqueaba el camino.
Un nuevo rayo cruzó el cielo y dibujó su figura al contraluz. Era un hombre alto, delgado, de rostro alargado, ojos oscuros, grandes y caídos, y cabello canoso, tanto en su larga barba como en los mechones que asomaban bajo la capucha de la capa.
Al ver el rostro del otro iluminado por el fogonazo, aquel que huía lo reconoció al instante y con gran alivio exclamó:
-¡Gran maestre!
-Sí, Sancho, soy yo. ¿Qué es lo que ocurre? ¿A dónde os dirigís corriendo de esa manera?
-¡Ya llegan, gran maestre! ¡Ya llegan! Lo he podido ver... -pronunció aquellas últimas palabras como si fuese su palpitante corazón quien lo hiciese.
-¿De qué habláis? ¿Por qué corríais? ¿Acaso sabéis por qué han sonado las campanas?
Pese a la evidente necesidad de respuestas que mostraba, ninguna obtuvo de su interlocutor, quien parecía más concentrado en lo que pudiese surgir de las sombras de la noche que por dar explicaciones. Sus labios estaban sellados por el terror.
Desesperado, el gran maestre insistió con renovadas fuerzas:
-¡Decid algo, Sancho! Contadme, ¿qué sabéis? Decís que alguien llega. ¿Quién llega?
Todos en el valle sabían que, si las campanas de la torre en lo alto del risco repicaban de aquella manera, era porque un gran peligro se cernía sobre todos ellos.
-Ella nos dijo que no lo haría... No ha cumplido su promesa... Nos ha mentido... ¡Ya llegan!
-¡Maldición, Sancho! ¿Quién llega? ¿Qué es ese galimatías sin sentido que farfulláis?
-De pronto... me desperté en mitad de la noche, empapado de sudor... Tuve una pesadilla, un sueño... pero no era un sueño... Lo supe... ¡Los vi venir!... No fue un sueño... Era real... -Sancho enfrentó sus ojos a los de su interlocutor, cuidando de pronunciar bien cada palabra, dijo-: Ya llegan, gran maestre.
-Sí, Sancho, eso ya lo habéis dicho. Pero ¿quiénes?
-Corrí al gran salón y cogí el cofre. Hay que ponerlo a salvo...
Entonces, tendió los brazos y le mostró la caja, húmeda por la lluvia, que protegía contra su pecho. El maestre observó con gravedad el arca de madera. Era un cofre simple, sin ningún grabado ni decoración que delatase su contenido o importancia, pero pareció reconocerlo al instante.
ESTÁS LEYENDO
El libro del búho
FantasyDesde tiempos remotos, perdidos ya en la memoria, una orden de magos protege un tesoro de un gran poder y codiciado por muchos. Los hermanos Juan y Laura han recibido extraños regalos por parte de su abuelo. Él, un grueso y viejo libro que llaman de...