Una vaca menos (El presente. Otoño de aquel mismo año)

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Al día siguiente no había clase y Juan no pudo contenerse. La fantástica historia de cómo el gato blanco de la casa, que en realidad era el duende Giku, salvó la vida de un mago llamado don Manuel le tenía fascinado. Había escuchado aquello sin pronunciar una palabra y con los ojos brillantes y bien abiertos. Luego oyó, con el mismo entusiasmo, cómo el felino le contaba que, después de haber matado a un par de soldados de la inquisición y escapado por poco de caer ensartado varias veces, logró ponerse a salvo.


Sin embargo, su acción no pasó inadvertida entre los suyos. Pronto fue apresado y conducido como prisionero a las mazmorras del reino subterráneo. Luego se celebró un juicio, en el que se le trató con una dureza desmedida y se le acusó de traidor hacia los de su especie. Aunque muchos intentaron defender sus acciones, el rey Aighon fue intransigente y tajante en la forma en que aplicó la ley.


-La seguridad de Kilion y de todos sus habitantes depende de que mantengamos el secreto de nuestra existencia. Y la única forma de lograr algo así es manteniéndonos al margen de los asuntos de las Estancias Superiores. Ninguna excepción es posible a la ley o todos estaremos en peligro -dijo.


Y fue así como, milenios después de haber sido admitido en Kilion, Giku fue desterrado del reino subterráneo y obligado a vivir de nuevo en el mundo exterior. Sin embargo, este ya no era como lo fue antes de abandonarlo. Los humanos y sus ciudades se habían multiplicado y estaban por todas partes. La caza y los lugares para establecerse escaseaban. Los hombres eran, en su mayoría, hostiles a los inmortales. Los llamaban demonios y trataban de expulsarlos mediante complejos rituales mientras sostenían en las manos una cruz de madera.


Peor aún, aquellos en los que una vez había confiado ya no vivían y sus amigos inmortales no podían ayudarlo, pues de lo contrario sufrirían la misma pena que él.


Estaba solo y aquello era más duro que el hambre y el frío.


Esa fue la razón por la que decidió hacerse pasar por un gato doméstico. En condiciones normales, la vida de uno de ellos no es mala y, si se actúa bien, la compañía, la comida y el techo están asegurados. Aunque tuvo que pasar mucho tiempo hasta que logró todo aquello.


La excitación por lo que había sucedido la noche anterior apenas le había dejado dormir y, si de él hubiese dependido, ni siquiera habría tomado el desayuno para salir corriendo a contarles a sus amigos lo que le había pasado. Incluso se habría llevado con él al gato en brazos para demostrarles que todo lo que iba a contarles era cierto, pero no pudo hacer ni lo uno ni lo otro. Primero, porque fue incapaz de encontrar a Giku por ningún sitio. Parecía haberse marchado durante la noche, tal vez triste al recordar todos aquellos dolorosos eventos. Y segundo porque, cuando su madre descubrió el desastre en el que se había convertido su habitación, le prohibió salir de casa hasta que la hubiese ordenado.


Pero la suerte le acompañó aquel día, porque cuando la impaciencia por salir no le dejaba pensar, estaba harto de ordenar su cuarto y temía quedarse allí encerrado el resto del día, las campanas de la iglesia de San Cipriano comenzaron a repicar con repetitiva insistencia, sugiriendo que algo serio y urgente requería la presencia de todos sus habitantes en la plaza. Y sin duda así era, porque todos los vecinos salieron a la calle alarmados. De ese modo supieron, por boca de don Casildo, que el párroco las había hecho sonar para convocarles a una reunión importantísima en la plaza de la iglesia.


Algo había pasado aquella noche.


A medida que los vecinos se iban agrupando junto al crucero, el alboroto fue en aumento.


-¿Qué es lo que pasa? -preguntaban unos.


-Debe ser grave -se decían otros.


-¡Más le vale! -respondía otro un poco más allá-. He dejado el suelo a medio fregar.

El libro del búhoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora