La guarida del monstruo (El presente. Otoño de aquel mismo año)

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Lo primero que sintieron al cruzar la cortina vegetal que tapaba la entrada de la gruta fue el brusco cambio temperatura. El aire frío que se escondía tras ella los envolvió y los aromas de la tierra arcillosa y húmeda les llenaron los pulmones. En cuanto avanzaron unos pasos más hacia el interior, el susurro de las hojas de los árboles y el crujir de la madera fue remplazado por el siseo del aire que fluía desde el interior de la caverna y el regular repiqueteo de las gotas de agua que se filtraban a través de la porosa roca.


La cavidad a la que accedieron era más amplia de lo que parecía desde el exterior y su techo se elevaba dos o tres metros por encima de sus cabezas. Luego se estrechaba como un embudo hasta desembocar en un oscuro corredor poco más alto que Carlos, el más grande del grupo.


Este escrutó las tinieblas que se abrían frente a él y de pronto tuvo la sensación de estar internándose en las mismísimas fauces del dragón. Por segunda vez aquel día, un electrizante escalofrío hizo que todos los pelos de su cuerpo se erizasen. Aun así, se obligó a ser valiente y a avanzar en aquella dirección siguiendo a los otros. Sabía que no tenía alternativa.


El resto siguió a Hul con la seguridad de quien confía en su guía, pero, a medida que la luz que alcanzaba a cruzar la maleza de la entrada se atenuaba, su confianza fue disipándose tan deprisa como la claridad.


Cuando la pequeña Laura descubrió que apenas podía ver unos centímetros por delante de su nariz, sintió que el agrio sabor del miedo le pinzaba el corazón. La aprensión a aquella densa oscuridad superó la sed de aventuras que la había empujado hasta allí y se pegó a su hermano, asustada, mientras musitaba:


-Está muy oscuro. Tengo miedo.


Tan bajito lo dijo, como si temiese despertar lo que las sombras pudiesen ocultar, que su hermano apenas pudo oírla. Sin embargo, el oído de un duende es fino como el de un cánido, y aquellas tenues palabras no pasaron desapercibidas para Hul. La dulce y tímida voz de la niñita despertó en él un sentimiento de compasión que no había tenido por aquellas crías humanas hasta ahora. Al mirarla le pareció ver, por un instante, a uno de los jóvenes duendes que poblaban el mundo subterráneo y se apiadó de ella. Sintió remordimientos al darse cuenta de que si aquella frágil criatura se sentía tan asustada era por su culpa. De modo que, empujado por esa oleada de sentimientos, no pudo evitar inclinarse, acariciarle el pelo y decirle con voz calmada:


-No te preocupes, pequeño cachorro. Tengo algo que despejará las tinieblas y nos iluminará el camino. Ya verás cómo se te pasa el miedo.


Metió sus huesudos y grises dedos dentro de la bolsa blanca que le colgaba del hombro y, cuando los sacó, el corredor quedó iluminado por los brillantes haces de luz que se escurrían entre sus dedos semicerrados. Cuando abrió la mano todos pudieron ver que el origen de aquella luminiscencia era una piedra de la mitad de tamaño que su puño y tallada en forma de un dodecaedro. De su interior surgía aquella extraña luminosidad blanca que tenía una pureza que ninguno de los humanos allí presentes había visto antes. Su intensidad era lo bastante tenue como para no molestar a sus ojos, pese a haber pasado en un instante de la oscuridad reinante a la luz, y a la vez, lo bastante potente como para permitirles ver con claridad algunos metros frente a ellos. Pero lo que era aún más extraordinario eran los tímidos y huidizos fulgores de todos los colores del espectro que se deslizaban por el rabillo de sus ojos. Eran tan escurridizos que, cuando se tornaba el ojo para intentar enfocarlos, estos volvían a la región periférica de la visión sin permitir que se los observase.


-¡Guau! ¿Qué es eso? -exclamó Andrea sin poder resistirse a elevar la voz mucho más de lo deseable.


-¡No puedo creerlo! -dijo Giku a su vez, abriendo los ojos con una mezcla de sorpresa y asombro-. ¿Has robado una gema de luz?

El libro del búhoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora