Una ayuda inesperada (Año 1483)

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El soldado se acercó a Jimena con aire amenazante y espada en mano.


-Verás como ahora sí aprendes a guardar silencio -dijo.


-Corre -articuló Jimena todo lo fuerte que sus escasas fuerzas le permitieron.


-¿Cómo? -preguntó el soldado, estupefacto ante aquella extraña reacción.


-Creo que te ha dicho que corras -le dijo el otro guardia, al tiempo que soltaba una gran carcajada.


Pero aquel «corre» no iba dirigido a los soldados, sino al gran maestre, quien permanecía todavía sentado junto a ella sin comprender. La mujer tuvo que repetirlo por segunda vez y aún más fuerte para que se sintiese aludido:


-Corre, ¡ahora!


Esta vez Manuel comprendió, pero los soldados también. El maestre se puso de pie de un salto, al tiempo que el otro soldado desenvainaba la espada y se acercaba a grandes zancadas. Entonces, con una potente voz y haciendo un titánico esfuerzo para hacer acopio de sus últimas fuerzas, Jimena extendió el brazo izquierdo hacia los guardias y gritó:


-Tud gal im. ¡Kuš!


El aire pareció ser absorbido por la palma de su mano. La humedad se condensó en torno a ella en forma de una pequeña neblina, hasta que, de súbito, una espesa muralla de aire salió despedida de su brazo rígido, con una fuerza tal que derribó a todos los soldados al suelo frente a ella. Espadas, escudos y yelmos chocaron con la piedra con gran estruendo.


Entonces el gran maestre hizo amago de huir del lugar, pero cuando vio que, debido al gigantesco esfuerzo, su amiga había perdido el sentido, se dio la vuelta y se agachó junto a ella.


-Jimena, ¿estáis bien?


La mujer, inerte sobre los fríos y húmedos adoquines, no respondió. Manuel dudó un instante, intentando pensar con rapidez, pero, al ver que algunos de los soldados agitaban la cabeza aturdidos, tuvo claro que no podía demorarse más. Tomó a Jimena y se la cargó sobre los hombros como pudo. Cuando volvió a levantar la mirada, vio que dos de los guardias comenzaban a incorporarse. No perdió más tiempo. Se dio media vuelta y echó a correr.


La carga que portaba era tan pesada que no pudo llegar muy lejos antes de que los dos soldados con las espadas listas le cortasen el camino. Giró sobre sus talones, intentando encontrar otra vía de huida, pero otro guardia a sus espaldas se lo impedía.


«Se acabó», pensó el gran maestre, al tiempo que por el rabillo del ojo veía la cabeza de un hombre que asomaba por encima del muro del edificio. Su breve intento de huida se terminaba allí. No tenía más opción que rendirse y asumir su destino. No era tan poderoso como Jimena y no duraría ni medio segundo si intentaba combatir a aquellos hombres. Solo esperaba poder resistir con valor las torturas que Torquemada estaría ya imaginando para él. Respiró hondo, apretó contra sí el cuerpo aún inerte de su amiga y cerró los ojos, rogando para que la primera estocada o golpe no fuese muy doloroso.


Sin embargo, nada de lo que esperaba ocurrió. En vez de aquello, escuchó a uno de los guardias exclamar con ironía:


-¿Qué es esto? ¿Un gato viene en su rescate?


Cuando volvió a abrir los ojos vio cómo Glaucopis, el gato blanco que frecuentaba su estudio casi cada día, se interponía entre él y alguno de los soldados.


-¡Dejad de perder el tiempo y matadlos! Matad al viejo y a la mujer. Y al gato si hace falta -ordenó el que parecía ser el jefe.


El felino dio un salto con tal ímpetu, potencia y rapidez que ninguno de ellos tuvo tiempo de hacer nada antes de que un afilado brillo metálico cortase el aire. Cuando Glaucopis tocó de nuevo el suelo ya no tenía la apariencia de un gato. La mitad superior de su cuerpo era la de un pequeño duende de piel gris clara, ojos y nariz exagerados, orejas puntiagudas y huesudas manos que sostenían una pequeña espada plateada. En cambio, la mitad inferior estaba cubierta por lo que parecía una piel blanca de gato que caía desde su cintura hasta el suelo, extendiéndose sobre las piedras de la calle.


Por un instante se hizo el silencio. Nadie respiraba. Nadie se movía. Todo fue calma hasta que el guardia más próximo a Giku cayó al suelo con el sordo sonido de su cuerpo golpeando los adoquines. Un profundo y rojo corte le cruzaba el cuello de lado a lado.


Los soldados observaron con una mezcla de terror y desconcierto a su compañero inmóvil, tendido en la calle, y al pequeño y extraño ser que los miraba con ojos amenazantes. Nadie dijo nada ni se atrevió a avanzar para auxiliar al herido, hasta que el jefe pareció salir de su letargo y su voz resonó con especial fuerza cuando repitió la orden una segunda vez:


-¡Matadlos, maldita sea! ¡Matadlos a todos!


-¿Qué es esta brujería? -exclamó uno de ellos con voz temblorosa, sin atreverse a obedecer.


A lo que el primero respondió:


-¿Sois sordos? Vamos. ¡Matadlos a todos!


Entonces Giku, que en ese instante daba la espalda al gran maestre, se giró un poco y le dijo:


-Corre, llévatela lejos de aquí -y como vio que dudaba, insistió-: Vete, yo estaré bien. No voy a sacrificar mi vida. Les daré una pequeña lección y me iré.


Manuel no dudó más y corrió como enloquecido, sacando fuerzas de donde ya no pensaba tenerlas. A medida que se alejaba, la canción de las espadas y los gritos de los soldados que combatían al duende se fue difuminando hasta hacerse inaudible.

El libro del búhoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora