Manuel Ramírez del Valle Verde observaba, de rodillas en el suelo y con las manos atadas a la espalda, cómo los soldados que acompañaban a Tomás de Torquemada, el recién nombrado inquisidor general del reino de Castilla, golpeaban una y otra vez con un gran tronco la misma puerta por la que había entrado con Sancho. Intentaban derribarla desde hacía un buen rato, pero, pese a todos sus esfuerzos, esta seguía resistiéndoseles y a Torquemada empezaba a agotársele la paciencia:
—No sé qué clase de conjuro habéis echado a la puerta, pero os aseguro que entraremos de una forma o de otra.
El gran maestre no respondió. Con la mirada clavada en la entrada del edificio, guardaba silencio desde su captura.
Mientras, los soldados, ajenos a ellos y concentrados en su tarea, continuaban golpeando con el ariete de madera. ¡Pom, pom, pom! En ese momento, dos pájaros se posaron sobre la cornisa del tejado. Nadie les prestó atención, ni siquiera cuando comenzaron a graznar con insistencia, como buscando hacerse oír. Tan solo callaron cuando Manuel pareció salir de su letargo y levantó la vista. Miró a las aves un instante y volvió a bajar la mirada. Luego, dándose cuenta de algo, volvió a elevarla para mirarlas y sonrió. Por primera vez en aquella larga noche, una amplia sonrisa le recorrió la cara.
Su reacción no pasó desapercibida para el inquisidor, quien llevaba ya demasiado tiempo esperando que la puerta se abriese. Descendió de su caballo, se acercó al gran maestre y se inclinó hasta ponerse a su altura.
—Son unas hermosas aves, ¿no es cierto? —le dijo, observando las cornejas posadas sobre el tejado.
El otro bajó entonces la mirada sin responder, adoptando la misma actitud de hermetismo que había guardado hasta ahora.
—No queréis colaborar, ¿eh, don Manuel?
El gran maestre miró a Torquemada muy asombrado.
—¿Os sorprende que conozca vuestro nombre? Os conozco. Os conozco muy bien. A vos y a todos vuestros diabólicos acólitos. También sé qué es lo que ocurre aquí, a qué os dedicáis y lo que ocultáis. Lo sé todo sobre este impío lugar. Conozco cada uno de vuestros perversos pecados y os haré pagar por todos ellos. Uno a uno.
»Hace mucho tiempo que espero este momento. Y por fin ha llegado. Voy a saborearlo mucho. De una manera muy especial, por el gran esfuerzo que ha supuesto llegar hasta este instante preciso. Me costó convencer a la reina para actuar en este lugar, pues parece haberos prometido que no intervendría en vuestros asuntos. Pero, ya veis, con un poco de paciencia y las adecuadas palabras, hasta las promesas de una reina se pueden torcer. Aunque creo que deberíais saber que no mostró demasiada resistencia a las que yo deslizaba en su oído. Necesité de tiempo para hacerla cambiar de opinión, pero siempre estuvo a la escucha de cuanto tuviese que decir. Es posible que la razón por la que lo hacía fuese porque destruir este lugar era lo que en realidad anhelaba su corazón desde el principio.
»Sin embargo, como es una dama de honor, supongo que se sentía en la obligación de respetar su palabra. Tal vez la honrosa lealtad a su padre le impidiera verbalizar aquel deseo y la obligó a prometer lo imposible. O quizá su sed de poder la empujase a hacer aquel absurdo juramento. Quién sabe. Sea como fuere, creo que en realidad sus creencias tienen más en común con las mías que con las vuestras, y estoy seguro de que por eso accedió a quebrantar su palabra. En fin… Creo que he hablado demasiado. La emoción, supongo… Ahora que ya lo sabéis todo… ¡Abrid esa maldita puerta!
Guardó silencio durante un instante para observar la reacción de don Manuel. Pero este volvió a bajar la cabeza y a entrar en el mismo estado de reserva. Lejos de enojarse por aquella falta de respuesta, Torquemada retomó la palabra y dijo:
—Pensé, viniendo hacia aquí, en lo mucho que disfrutaría torturándoos día y noche, pues sabía que os resistiríais a darme aquello que ocultáis aquí. Pero luego razoné que llevaría demasiado tiempo haceros hablar y que el tiempo es vuestro bien más valioso ahora mismo. Así que me dije: «Tomás, tiene que haber otra forma de torcer su voluntad». Y hete aquí que la encontré.
Esto último lo dijo con una malévola sonrisa de satisfacción tan amplia que, cuando el gran maestre levantó la cabeza para intentar descifrar sus palabras, sintió un escalofrío por la espalda.
Torquemada hizo otra pausa en su monólogo y dirigió la mirada al fondo de la calle. Unos hombres bajaban en aquel momento por ella. Dos de ellos arrastraban a una mujer con las manos encadenadas y pesados grilletes de hierro en los pies que rechinaban como un lamento al rascar el suelo.
—¡Ah! ¡Por fin! Pensaba que no llegaríais nunca —exclamó Torquemada con voz de reproche.
—Lo sentimos, su reverencia. Se resistió y costó mucho apresarla.
—¡¿Una mujer ha retrasado a un pelotón de diez soldados durante dos horas?! —voceó el inquisidor con furia.
—Es más fuerte de lo que pensáis. He perdido cinco hombres y…
—No me interesan vuestros problemas, capitán. Tan solo que cumpláis con vuestra misión. ¡Traedla aquí!
Entonces, como respuesta a aquella orden, lanzaron a la prisionera sobre las frías y húmedas losas de la calle frente al gran maestre. Este, que había escuchado la conversación con un creciente pánico, pudo por fin ver a la mujer. Primero observó con atención el magullado e inmóvil cuerpo, sus ropas rasgadas y manchadas de sangre, y luego fue subiendo la mirada hasta llegar al rostro. Entonces, sus peores sospechas se confirmaron y el horror desencajó su rostro.
—¡Jimena! —exclamó al reconocerla.
—Veo que os conocéis —dijo Torquemada con una voz tan fría como el aire de la noche—. Bien, ahora abrid la puerta.
Pero don Manuel cambió su expresión y le dirigió una mirada cargada de furia, fría como un témpano. Ninguna palabra fue necesaria para que el inquisidor comprendiera lo que en aquel instante le pasaba al primero por la cabeza.
—Esto era lo que os decía antes. Que torturaros a vos me iba a hacer perder el tiempo. Sin embargo, torturarla a ella ablandará vuestra voluntad mucho más rápido. Sí, señor maestre del demonio. No me miréis así. Sé qué lazos os unen. Sé quién es ella. Ya os he dicho que lo sé todo sobre este lugar. Pero ahora volvamos a nuestros negocios. Si os negáis a colaborar, no seréis vos quien sufra. Lo hará ella. Última oportunidad. Abrid la puerta.
El gran maestre guardó silencio, le sostuvo la mirada y no movió un solo músculo del rostro. Permaneció allí sentado, sobre el frío suelo, con la ropa empapada y aquella furiosa mirada clavada en el inquisidor. El fuego ardía en sus ojos.
—¿Creéis que esto es un juego? —gritó Torquemada ya sin paciencia, al tiempo que tiraba del pelo de la mujer para levantarle la cabeza—. ¿Estáis dispuesto a que sufra en vuestro lugar? ¿Eso es lo que queréis? ¿Qué pensáis, que no lo haré?
Y entonces, para demostrar la firmeza de sus intenciones, le dio a la prisionera una fuerte bofetada en el rostro.
—¡No! —dijo al fin el gran maestre.
La mujer, debido a la violencia del golpe, abrió los ojos a duras penas. Miró a su alrededor aturdida y perdida. Estos recorrieron la noche hasta que se clavaron en don Manuel. Entonces, un leve hilo de voz escapó de sus labios:
—¿Manuel?
—¡Hablad de una maldita vez! —volvió a gritar furioso el inquisidor. Luego desenvainó el cuchillo que portaba al cinto y añadió—. ¿Cómo se abre la puerta? Decídmelo u os juro que ella lo pagará.
Y, ante la aterrada mirada del maestre, el inquisidor acercó el cuchillo a la cara de Jimena. El filo se deslizó con suavidad por la piel de su mejilla, haciendo brotar un fino hilo de sangre. Mientras, de fondo, seguía escuchándose cómo los soldados golpeaban con insistencia la puerta que se les resistía contra toda lógica.
—¿Qué es todo este alboroto? —gritó de pronto una potente y desconocida voz.
Cuando Manuel y Torquemada se giraron hacia la dirección de la que provenía, vieron a un hombre maduro, de tez alargada, nariz estrecha, barba blanca recortada y pelo tonsurado a la romana. Vestía un hábito blanco y de su cuello colgaba un escapulario marrón oscuro, propio de los miembros de la Orden de San Jerónimo. Se cubría los hombros con una larga capa negra que le llegaba hasta los pies.
—Talavera, esto no es asunto vuestro —le espetó el inquisidor con desprecio—. Ocupaos de vuestros problemas, que yo me ocuparé de los míos.
«¡Hernando de Talavera! El confesor y consejero de la reina», se dijo a sí mismo el gran maestre con cierto alivio. No lo conocía en persona, pero habían tratado juntos algún asunto del reino a través de intermediarios años atrás. Era gracias a esos breves contactos indirectos que había desarrollado una cierta estima y simpatía hacia aquel hombre. Le tenía por un sujeto razonable. Y en aquel instante era lo que él necesitaba. Pero, entonces, si era así, ¿qué hacía él allí, en mitad de aquella locura?
—Muy al contrario, mi buen Tomás. Todo cuanto ocurra aquí es asunto mío más que vuestro. ¿Debo, acaso, recordaos que su majestad la reina Isabel de Castilla me nombró jefe de esta expedición?
—¿Y no tenéis más villa en la que plantar vuestras nobles posaderas que aquella en la que yo me hallo? —espetó con brusquedad y grosería Torquemada.
—Desde que partimos de Valladolid, no ceso de preguntarme por qué habéis insistido tanto en acompañar esta expedición. Me parece que ya tenéis demasiados asuntos que atender desde que ocupáis el cargo de inquisidor general de la Santa Madre Iglesia como para tener que venir hasta aquí para cuidar de todos nosotros —no pudo evitar pronunciar estas últimas palabras con una evidente ironía—. ¿Acaso pensáis seguir a los soldados de la reina en cada expedición militar?
—Los asuntos que me hayan traído hasta aquí son míos y de la reina. Solo a mí me los ha confiado y no debo daros cuenta de nada… —y, girándose con ira hacia los soldados que aún intentaban derribar la entrada, les grito—. ¡Parad ya de golpear esa maldita puerta! ¡Me va a estallar la cabeza!
—Vuestros asuntos son vuestros, siempre y cuando no afecten al buen desarrollo de nuestra misión. Y no os permito que me habléis en ese tono. En Valladolid sois el inquisidor, pero aquí soy yo el superior. Esta no es una misión de vuestra Santa Institución sino de la Corona —Talavera hizo una breve pausa, bajó la mirada con aire pensativo y continuó diciendo—. En cuanto a la reina… permitidme dudar que ella conozca de vuestra presencia aquí. Si la hubiese querido os habría encargado a vos mismo dirigirla. Pero no lo hizo. Y, no obstante, vos habéis venido. Tal vez merezca la pena tener una breve conversación con su majestad sobre este asunto a nuestro regreso.
Torquemada se irguió, apretando con fuerza el mango del cuchillo a causa de la rabia que corría por sus venas.
A Hernando de Talavera no se le escapó la agresividad del gesto del inquisidor y se preguntó de pronto, como dándose cuenta de su error, a quién debían fidelidad los soldados que les rodeaban. Sin embargo, se dijo a sí mismo que no debía mostrar el más mínimo signo de duda. Con determinación, fijó su mirada en la de Torquemada y añadió con firmeza:
—Me pregunté qué es lo que os empujó a bajar al galope por las calles en cuanto pusimos pie en ellas. Os habría seguido gustoso para saber qué es lo que tramáis, pero como ya podéis imaginar otros asuntos más urgentes me retuvieron… Como, por ejemplo, asegurar el control de la ciudad. Pero, una vez logrado esto, he podido bajar a veros para que me expliquéis qué hay tan importante tras esa puerta y quiénes son estos dos —dijo Talavera, señalando con una fría mirada a Manuel y Jimena.
—Como ya os he dicho, los asuntos que me han traído hasta aquí son míos, de la reina y de nadie más.
Entonces varios soldados deslizaron la mano hasta el pomo de sus espadas y las posaron allí, esperando la orden de desenvainar.
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El libro del búho
FantasyDesde tiempos remotos, perdidos ya en la memoria, una orden de magos protege un tesoro de un gran poder y codiciado por muchos. Los hermanos Juan y Laura han recibido extraños regalos por parte de su abuelo. Él, un grueso y viejo libro que llaman de...