Más dudas que respuestas (El presente. Otoño de aquel mismo año)

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Hul fue el último en salir de la cueva y lo hizo igual que todos los demás: a toda carrera y respirando con mucha agitación. Les faltaba el aliento y les temblaban las piernas, pero aun así Giku logró sacar fuerzas para acercarse a su amigo y decirle:
—Hay que bloquear las entradas de la gruta antes de que el dragón salga tras nosotros. Ánimo, un último esfuerzo.
Hul, que ya se había sentado en el suelo, lo miró con los ojos bien abiertos y afirmó con la cabeza al comprender que tenía razón. Haciendo acopio de las fuerzas que le quedaban, se puso en pie, levantó la mano con la gema de luz a la altura de la cabeza y, apuntando con la otra a la entrada de la cueva, empezó a entonar una cancioncilla en un extraño idioma que sonaba como un murmullo monótono.
El fulgor de la piedra fue perdiendo intensidad al tiempo que una parte de su luz, como movida por impulsos, recorría el brazo del duende, pasaba por su cuerpo y el otro brazo hasta llegar a la mano. Frente a esta fue tomando forma una diminuta esfera de intensa claridad que giraba sobre sí misma. Con cada pulsión crecía más y más al tiempo que cambiaba de color.
Cuando el resplandeciente globo hubo alcanzado cierto diámetro crítico, empezó a desprender tenues emanaciones de variados y suaves colores que se desplazaban como ráfagas hasta la entrada de la cueva y la cumbre del promontorio rocoso. A medida que aquellas trazas de color llegaban a la boca de la gruta, una mezcla de tierra, hojas y ramas se levantó en el aire, se conglomeró y se apelmazó poco a poco hasta tapiar la entrada.
Cuando ningún hueco quedó sin cubrir, Hul detuvo su monótona cantinela, la esfera luminosa se disipó y el inmortal se dejó caer al suelo de puro agotamiento.
—Ya está —dijo—. He bloqueado la entrada principal y la que había en el techo de la cámara. Yo creo que era por esta por la que en realidad el dragón debía entrar y salir.
Giku asintió con la cabeza y se sentó a su lado, dejando caer con pesadez su cuerpo sobre la alfombra de hojas secas que se abría a sus pies. Al ver lo que este hacía, los niños se desplomaron también al suelo. Relajaron los músculos y respiraron, aliviados de haber escapado del peligro. Sus pulmones se llenaron con las fragancias de la montaña y estas limpiaron el interior de sus fosas nasales de aquella pestilencia que invadía la cámara del dragón.
Después de unos segundos de silencio, Hul exclamó:
—¿Qué es lo que ha pasado? ¿Cómo nos ha pillado de esa forma? ¿Nos ha tendido una trampa? ¿Nos ha dejado entrar para luego...?
—No, no creo. No suelen ser tan inteligentes —contestó Giku pensativo y con la mirada perdida en las nubes que surcaban el cielo más allá de las copas de los árboles—. Me aventuraría a decir que nada de lo que nos ha pasado ahí dentro estaba previsto. Está claro que el mago que ha despertado la maldición no quiere dar a conocer aún sus intenciones. Eligió este lugar porque pensaba que sería casi imposible de encontrar. Y apostaría a que si el dragón no salió antes a nuestro encuentro fue porque ese hechicero no quería que nadie se topase con él. Incluso si un curioso llegaba hasta la entrada de la cueva. En cambio, no creo que fuese casual que apareciese justo después de que Laura cogiese aquella corona. Estoy casi seguro de que el mago usó un hechizo de sueño para que el dragón no saliese de la guarida. Sin embargo, al tocar su tesoro despertó y descendió de su lugar de reposo para protegerlo. Ese brujo estúpido olvidó que los instintos son siempre más fuertes que los conjuros y eso casi nos cuesta la vida a todos.
—Aun así, nos hemos dejado pillar como dos principiantes —repuso Hul.
—Estamos desentrenados, amigo mío... Estamos desentrenados...
—Todo eso está muy bien... —empezó Carlos—. ¿Pero es que nadie va a preguntar a Laura cómo ha hecho eso de la luz?
—Sí... Es verdad —dijo Giku, incorporándose un poco para poder ver a la niña—. Casi olvido eso. Laura... ¿cómo has hecho lo de la luz?
Esta, sin saber muy bien qué responder, se encogió de hombros, tomó en la mano el cristal que colgaba de su cuello y lo sacó de debajo de la camiseta para mostrárselo a los demás. Cuando los rayos del sol golpearon su superficie, el ambiente en torno suyo pareció oscurecerse al tiempo que los símbolos grabados en el interior se hacían un poco más claros y brillantes.
—Me lo regaló mi abuelo en Navidad —dijo tímida pero muy orgullosa.
—¡El colgante del abuelo! —exclamó Juan al reconocerlo—. Se lo regaló a Laura el mismo día que a mí el libro.
—Me dijo —continuó Laura— que si alguna vez tenía miedo en la oscuridad, que pensase en las letras que están escritas en la piedra y que las gritase con fuerza.
Todos se habían congregado alrededor de la niña, curiosos por ver los símbolos de los que hablaba.
—¿Qué letras son esas? —preguntó Andrea con el ceño fruncido.
—Es griego —contestó Giku.
—¿Y qué pone? —interrogó Carlos fascinado.
—Fos —leyó Giku—. Y lo más curioso es cómo están escritas: en el interior del cristal, en plata y sin que se puedan apreciar marcas de cortes.
—¿Habías visto algo así antes? —inquirió Hul.
—Nunca. Pero si está escrito en griego tuvo que haber sido tallado por seres humanos y tengo la sospecha de que es muy antiguo. Tal vez date de la edad de los héroes griegos, hace casi cuatro mil años. Sea como sea, está claro que ningún útil de orfebrería podría haber hecho algo así, tan solo la magia.
—Y una magia muy fuerte —repuso Juan—. ¡Ha cegado al dragón y nos ha salvado a todos!
—La pregunta que me viene ahora a la cabeza es... ¿Quién es vuestro abuelo? —reflexionó Giku mirando muy serio a los hermanos.
—Pues... el papá de mi mamá —fue lo único que se le ocurrió responder a Juan.
—Ya... Eso no lo dudaba, Juan —respondió el inmortal con una sonrisa ante la ocurrencia del niño—. Lo que quiero decir es que vuestro abuelo te regaló a ti ese libro y a ella este cristal... Me parece que guardaba cosas demasiado valiosas como para ser solo «el papá de vuestra mamá».
Hizo una larga pausa, como esperando una respuesta de los niños. Sin embargo, estos guardaron silencio, pues no sabían qué podían decir.
—Hace siglos se me encargó proteger el Libro del Búho y a sus guardianes, tarea que acepté con entusiasmo para honrar la amistad que me unía a un gran hombre. Sin embargo, la orden a la que pertenecía se disolvió hace casi quinientos años y el libro permaneció en el seno de una familia de la que surgirían los últimos guardianes. Con el paso del tiempo, aquel clan, olvidada ya su misión y perdido el significado real de aquel tomo, acabó por apartarme del ámbito familiar, se mudaron lejos del valle y, aunque traté de seguir la pista del libro, terminé por perderlo para siempre hace algo más de un siglo. Y así permaneció perdido para mí hasta que tú, Juan, llegaste a este pueblo.
—¿Entonces mi abuelo es el último guardián del libro? —preguntó el niño asombrado.
—No lo sé porque no conozco a tu abuelo. Tal vez fuese el último guardián o tal vez alguien se lo entregó o encontrase el libro por azar. Pero, lo que sí creo deducir es que, como nadie te ha iniciado en sus secretos, más que por un par de consejos de tu abuelo, este, en realidad, no es más que un intermediario.
—¿Un interme... qué? —preguntó Andrea.
—Un intermediario, Andrea. Pienso que alguien entregó el libro a su abuelo para que este se lo diese a Juan. Igual que con esa joya que dio a Laura. —Hizo una pausa, pensativo, y al cabo de un instante retomó el hilo de sus pensamientos en voz alta—. En realidad, volví a saber del libro unos años antes de conocerte, Juan. Por entonces yo vagabundeaba entre las ruinas de lo que quedaba de San Cipriano y pensaba que tanto el libro como la orden habían desaparecido para siempre. Hasta que un día de primavera un hombre apareció en el valle. Reconstruyó parte del pueblo y lo pobló con nuevas gentes que no habíamos visto nunca. Tiempo después vino a hablar conmigo. De algún modo sabía que podía entenderlo, quién era yo y cuál había sido mi papel en toda aquella historia. Me dijo que el libro había sido hallado. Después me habló de ti, de tu llegada y me pidió que honrase por una última vez la promesa que hice hace cientos de años. «Una última vez y serás liberado para siempre de tus votos», dijo.
»Aquella fue la primera vez que volví a oír hablar del libro en más de cien años.
Guardó silencio durante un rato, sumido en sus propios recuerdos y con la mirada perdida en el infinito.
—Hay demasiadas incógnitas en todo este asunto. Y tendremos que solucionarlas tarde o temprano —dijo a modo de conclusión—. Pero vayamos paso a paso y resolvámoslas una a una. Primero sepamos quién despertó al dragón. Luego podremos intentar averiguar quién es vuestro abuelo y luego... bueno, todo lo demás.
Nadie añadió nada a las palabras del duende y apenas hablaron durante el tiempo que siguieron tumbados sobre la alfombra de hojas, protegidos por el techo de árboles. Cuando hubieron descansado lo suficiente, se levantaron y comenzaron a descender por la falda de la montaña de camino al pueblo. Con la marcha, el ambiente entre los niños tornó en uno más alegre y no tardaron en olvidar los peligros que acababan de pasar:
—¡Ha sido una pasada! —decía Andrea casi gritando.
—¡Ya te digo! —apuntó Juan—. ¿Habéis visto a mi pequeña hermanita? ¡Es una heroína! —agregó mirando a Laura, quien caminaba a su lado orgullosa y con una gran sonrisa.
—Hasta Carlos se ha envalentonado lanzándose a vuestro rescate —añadió Andrea.
—Sí. No sé qué me ha pasado —respondió este al alegre comentario de su amiga—, pero en cuanto os vi en peligro, allí me lancé sin pensarlo... Y tal vez debería haberlo pensado un poco más...
—La verdad, niños, es que, pese a que no deberíamos haberos expuesto a semejante peligro —dijo Giku echando una mirada de reproche a Hul—, todos os habéis comportado como auténticos héroes. Estoy muy orgulloso de vosotros.
Luego, girándose hacia su amigo, agregó:
—Y tú y yo tenemos mucho de qué hablar sobre lo que hemos visto ahí dentro. Todo ese oro acumulado... ¡Y en tan poco tiempo! Me da mala espina...
—Sí. Yo he pensado lo mismo —respondió Hul—. Hay demasiado oro y tengo la impresión de que, sea quien sea quien haya despertado al dragón, lo está usando no para hacerse rico, sino para encontrar un objeto de oro en particular.
—Y parece que tiene mucha prisa por encontrarlo —añadió Giku a las deducciones de su amigo—. ¿Pero cuál es ese objeto que busca tan desesperadamente?
—¿Y por qué no puede ser que el brujo solo esté buscando oro para hacerse muy rico? —preguntó Juan.
—Es solo una intuición, pero... —contestó Giku midiendo con cuidado sus palabras—. Quien haya despertado la maldición no se mueve solo por la codicia del oro. Para poder hacerlo hay que conocer las antiguas tradiciones, estar iniciado en las secretas y oscuras artes desarrolladas por Enerim, lo que requiere largos años de estudio y tener un gran poder. Alguien así no necesita oro para alcanzar sus aspiraciones de poder, sino la magia contenida en las viejas reliquias que han sobrevivido de tiempos pretéritos. —Se detuvo, miró a los niños y vio en sus ojos la confusión de quien no ha entendido mucho de lo que ha escuchado. Tomó aire, suspiró y trató de hacerles un resumen que pudiesen entender—. Creo que el hechicero busca un objeto mágico oculto en el valle. Quizá para hacerse más fuerte. Puede que incluso aspire a convertirse algún día en el mago más poderoso del mundo. Pero es solo una suposición. Tal vez sus motivaciones sean otras.
—Convertirse en el mago más poderoso del mundo es un ansia tan vieja como vuestra especie y existe en el alma de muchos magos —agregó Hul a modo de conclusión de las palabras de su amigo—. ¿Pero qué tipo de objeto puede empujar a un humano a tomar tantos riesgos? Despertar un dragón no es un asunto mundano, por así decirlo. Si no se le controla bien, podría volverse contra él.
—El premio debe merecer el riesgo asumido —repuso Giku.
—¿No podría ser algo relacionado con la antigua orden de magos que habitó en este lugar? —preguntó Hul—. Tú los conocías mejor que ninguno de nosotros. ¿No recuerdas nada que estos pudiesen guardar en el valle y que pueda interesar a este brujo?
—¿Que esté hecho de oro? No sé... Tal vez haya algo... —dijo Giku, al tiempo que todos pudieron ver que su mirada se perdía en los recuerdos—. Había un objeto de oro que guardaban aquellos magos con gran celo. No era el único, pero este era especial. Aunque aquello fue hace muchos siglos y tal vez ya no exista. Pero sí. Podría ser ese el que el hechicero ha venido a buscar. Al fin y al cabo, aquel objeto fue la razón de la caída de Válorix.
—¿Válorix? —Juan intuyó que aquello era importante.
—Válorix fue... —El gato miró a los niños y comprendió que era el momento de explicarse y desvelar ciertas realidades que necesitaban saber y que, dados los eventos acontecidos, ya no podían ser ocultadas por más tiempo.
Se detuvo, pidió a los niños que se sentaran a su alrededor y comenzó su relato:
—Hace mucho tiempo existió en este valle una pequeña ciudad que sus fundadores llamaron Válorix. Fue la sede de una orden milenaria de magos que llegó a estas tierras huyendo de un país al otro lado del mar que está al norte de aquí. Eso sucedió hace... ehhh... no sé... puede que diez siglos o más.
»El lugar alcanzó una gran fama entre los estudiosos de las artes mágicas de Europa y África y por ello creció a gran velocidad. Los magos llegaban desde todos los rincones de ambos continentes, atraídos por los saberes arcanos que guardaban con ellos los fundadores y que se conservaban entre los muros de su gran biblioteca. Fue, además, uno de los últimos refugios seguros para las brujas y los hechiceros.
»La ciudad se convirtió en un pequeño pero bullicioso centro urbano cuya existencia se mantuvo en secreto para todos excepto para los ya iniciados en la magia y para los reyes del reino de Castilla. Estos permitieron que la villa continuase con sus actividades a cambio de los servicios y consejos de sus magos.
»Pero sucedió que, hace cinco siglos, el secreto y la protección de la corona no pudieron mantenerse por más tiempo.
»Desconozco los detalles, pero al parecer no era sencillo mantener vivo tanto secretismo. En alguna ocasión escuché de los extravagantes tratos a los que se llegaba con la monarquía para acallar a nobles y en especial a los altos dignatarios de la Iglesia. Cuando a alguno de ellos le llegaba el rumor de su existencia, reclamaba que la ciudad fuese reducida a cenizas y sus habitantes condenados a la hoguera.
»Aquellas demandas fueron acalladas por diversos medios hasta la época de la reina Isabel I de Castilla. Los anteriores monarcas habían llegado a un pacto con los embajadores de Válorix por el que se comprometían a respetar su autonomía y libertad. Esta reina, sin embargo, llevada por su fervor religioso y las artimañas de un tal Torquemada, ignoró los acuerdos de sus predecesores y autorizó lo que sus antepasados nunca habían permitido.
»De esa forma, una expedición militar entró en el valle con el fin de acabar de una vez por todas con aquel foco de brujería y paganismo; uno de los últimos de Europa. Con ella viajaba Torquemada para que fuese los ojos y los oídos de la soberana del reino. Este, sin embargo, tenía un objetivo secreto. Uno muy personal. Buscaba un objeto en particular. Una reliquia antiquísima que la orden guardaba en la ciudad y protegía desde hacía milenios.
»Fueron aquellos eventos los que desencadenaron mi destierro de Kilion.
—¿Qué fue lo que pasó, Giku? —preguntó Andrea, que escuchaba con los ojos muy abiertos.
—Yo no estaba de guardia en la puerta del reino subterráneo aquella noche, sino que dormía sin imaginar lo que estaba a punto de suceder. Fueron mis compañeros los que me despertaron para decirme que algo sucedía en Válorix. Cuando llegué, uno de los mejores amigos que nunca haya tenido había sido capturado por Torquemada junto a una mujer que parecía estar herida de gravedad. Pensé en intervenir de inmediato para liberarlos, pero mis compañeros de guardia me disuadieron de hacerlo: aquello podría significar mi destierro permanente de Kilion. De modo que me limité a observar desde un tejado cercano.
—Pero... me contaste que al final te desterraron —repuso Juan, no muy seguro de comprender.
—Sí, al final me desterraron, porque, cuando vi que aquellos dos humanos estaban a punto de morir, ya no escuché ningún consejo más y me lancé sobre los soldados de la inquisición. Maté a alguno de ellos y logré que mi amigo y la muchacha pudiesen huir.
—Tu amigo es el Manuel del que Juan nos ha hablado, ¿no? —preguntó Carlos y Giku asintió—. Y la chica ¿quién era?
—Se llamaba Jimena. Era una joven maga ahijada de Manuel.
—¿Qué pasó con ellos? —intervino Andrea.
—Manuel logró huir con la mujer cargada a hombros y la llevó hasta lo más profundo de uno de los túneles que cruzaban la ciudad. Fue después de aquello que oí hablar por primera vez del objeto de deseo de Torquemada y tal vez del hechicero que ha despertado al dragón. Una poderosa reliquia de la época que llaman la Edad Heroica de los hombres.

El libro del búhoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora