No es un fruto cualquiera (Año 1483)

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Don Manuel, el gran maestre de la Orden de los Guardianes de la Manzana de Oro, recorrió el túnel que llevaba hasta un sendero secreto a algunos kilómetros a las afueras de Válorix. Cuando estuvo cerca de la salida, se detuvo, colocó el cuerpo inconsciente de Jimena en el suelo y se aproximó con sumo cuidado a la salida. Reteniendo el aliento, escuchó con atención a través de los maderos mohosos y carcomidos de la puerta, pero no oyó nada. Entonces empujó el oxidado pomo de hierro y la abrió muy despacio hasta dejar un pequeño resquicio por el que observó durante un largo rato el exterior hasta estar convencido de que no había nadie. Salió del corredor y miró en todas direcciones para comprobar, para gran alivio suyo, que estaba en mitad del bosque, solo.

De modo que, un poco más tranquilo, volvió al interior y observó con preocupación el estado de su amiga. Seguía inconsciente, respiraba con dificultad y su piel estaba fría y pálida. Luego dirigió su mirada hacia la salida del túnel y siguió con los ojos el tortuoso camino hasta perderse entre las sombras. Meditó por un instante las opciones que se le presentaban y terminó por desechar la de recorrer aquel sendero llevándola a cuestas, en plena noche y con el suelo mojado tras la reciente tormenta.

Cerró la puerta y se acuclilló frente a ella. De una bolsa sacó un hierro y un pedernal, que comenzó a golpear sobre un poco de yesca que sujetaba con habilidad entre dos dedos. Del repetitivo golpeteo emergieron fugaces chispas que iluminaron la oscuridad del corredor y bañaron la yesca como si de lluvia se tratase. Sin dejar de golpear el pedernal contra el hierro, empezó a entonar una cantinela en un arcaico idioma:

Aš-meĝene gub sub bar kúrb, aš-meĝene gub sub bar kúrb...

Al poco tiempo, una chispa prendió el hongo seco y una pequeña llama surgió en su lugar. Con rapidez, Manuel puso una mano al otro lado del pequeño fuego, acercó los labios y sopló para oxigenarlo. La llama creció. Volvió a echar su aliento sobre ella y esta volvió a crecer. Aún tuvo que repetirlo varias veces hasta quedar satisfecho con el tamaño del fuego. Una vez hubo hecho esto, guardó el hierro y el pedernal en el saquito de cuero que le colgaba del cinturón y soltó la yesca. Esta, sin embargo, no cayó al suelo, sino que permaneció flotando en el aire, ardiendo, como sostenida por una mano invisible.

Bañado por aquella luz danzante, se volvió hacia Jimena y de nuevo la observó con atención. Luego tomó aire, se frotó las manos, estiró un poco los músculos del cuello, se arrodilló frente a ella y, como si esta le escuchase, dijo:

—Sabes que mi fuerte nunca fueron los hechizos de ataque y defensa. Y seguro que ahora estarás pensando «ya te advertí que los necesitarías», pero ahora verás por qué decidí dedicar mis horas a otro tipo de magia. La medicina y la curación son disciplinas tan duras y provechosas como las que desarrolla un guerrero.

Volvió a frotar las manos hasta calentarlas y luego apoyó las palmas sobre el pecho de la mujer, cerca del corazón.

—Usaré el ritmo de tus débiles latidos para extender mi magia por todo tu cuerpo —susurró al tiempo que cerraba los ojos.

A continuación, comenzó a recitar una incesante y repetitiva letanía. Primero lo hizo en voz muy baja, como un susurro, pero luego, poco a poco, fue subiendo el tono. La invocación empezó a hacer efecto, la respiración y el batir del corazón de Jimena pasaron de ser tenues e irregulares a normalizarse. Sin embargo, el esfuerzo que Manuel estaba haciendo tuvo su precio, pues a medida que ella recobraba un poco de sus fuerzas, él las perdía a un ritmo mucho mayor. Su voz pronto comenzó a sonar fatigada y apenas podía mantener el tono y el ritmo de la cantinela. Eso no impidió que continuase hasta que una voz lo interrumpió, haciéndole salir de su éxtasis.

—Así no llegarás muy lejos.

—Glaucopis... —respondió el gran maestre al descubrir la sombra que avanzaba hacia él desde el otro extremo del túnel—. ¿Qué haces aquí?

El libro del búhoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora