El peine de oro (El presente. Otoño de aquel mismo año)

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Los caballos iniciaron su descenso sin esperar las instrucciones de los niños, en dirección a la ciudad que se extendía a sus pies: San Lorenzo de El Escorial. A las afueras de la urbe, en un solitario prado y al resguardo de la vista de curiosos, tomaron tierra con suavidad. Pero no se detuvieron allí. Trotaron hasta internarse en la villa, esquivando coches y peatones ante el asombro y susto de todo aquel con el que se cruzaban.

Cuando llegaron ante la espléndida fachada occidental del monasterio de El Escorial, los caballos se detuvieron en mitad de la gran plaza empedrada que se extiende frente a ella. Juan susurró a su montura que necesitaba bajar y el caballo se agachó para permitirles descender de su grupa.

Uru lo imitó justo a continuación y Andrea puso pie en tierra de un ágil salto.

Sin embargo, Carlos, aún atenazado por el terror del vuelo, descendió de una forma menos grácil que su compañera: dado que tenía los músculos rígidos como un madero, tuvo que dejarse deslizar por el lomo del caballo hasta caer al suelo con pesadez.

—Vamos, Carlos, no hagas teatro —le dijo Andrea tirando de él—. Arriba, que ya hemos llegado.

—¿Estoy vivo? —preguntó este con voz temblorosa a la vez que intentaba erguirse con gran dificultad debido al entumecimiento de sus músculos.

—Vivito y coleando.

Tanto habían llamado la atención que no tardaron en sentir la mirada curiosa de los transeúntes y turistas que por allí rondaban. Algunos no dudaron en tomar fotos con sus teléfonos móviles y otros, incluso, se acercaron a acariciar el hocico a los animales. Estos, desacostumbrados a la presencia humana, respondieron ante tantas atenciones con un sonoro bufido. Fue entonces cuando Juan se dio cuenta de que los ojos de ambos animales estaban empezando a adquirir un leve fulgor rojizo al tiempo que sus labios superiores subían para dejar percibir sus agudos dientes.

De inmediato, el niño sacó la bolsita negra y ofreció a cada caballo una de aquellas bolitas de vistosos colores. Los equinos relincharon de placer y sus ojos volvieron a adoptar su brillo ordinario. Luego se acercó al oído de Kaš para susurrarle que se dejase hacer, que no tenía nada que temer ni de qué preocuparse. Este respondió dando una patada al suelo y moviendo la cabeza arriba y abajo. Tras comprobar, gratamente sorprendido, el efecto de todo aquello, Juan se volvió hacia sus amigos y les dijo:

—¿Habéis visto? ¡Entienden todo lo que les digo!

—¡Sí! —exclamó Andrea excitada.

—¿Nadie me va a ayudar a levantarme? —oyeron decir a Carlos, que aún se debatía por ponerse en pie.

Laura se acercó a él y le puso una mano bajo el hombro, mientras Andrea bufaba de desesperación.

—Vamos, Carlos, no hagas más teatro que se nos hace tarde.

—Andrea tiene razón. Hay que darse prisa —dijo Juan mientras ayudaba a su hermana a levantarlo.

En cuanto lo hubieron logrado, todos excepto Carlos salieron corriendo hacia la entrada del monasterio.

—¡Esperadme! —gritó el chico echando a correr tras ellos.

Un instante después los cuatro atravesaban la entrada principal que da paso al patio de la basílica. Cruzaron este trotando a toda velocidad y entraron en el templo con el mismo estrépito. Aquello les valió la amonestación de uno de los vigilantes y les obligó a detener su alocada carrera:

—Niños, ¡esto no es un patio de colegio! Por aquí no se corre.

—Disculpe, señor... —respondió Juan. Luego se volvió hacia sus amigos y con un susurro les preguntó—: ¿Qué hacemos ahora? ¿Por dónde empezamos a buscar?

El libro del búhoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora