A Pedra dos Trasgos (El presente. Otoño de aquel mismo año)

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De vuelta en el pueblo, sus padres sostenían todavía una animada conversación en la casa comunal, de modo que los niños aprovecharon para sentarse en torno a una mesa un poco apartada.


-Entonces -empezó a decir Juan-, sabemos que es una especie de gran serpiente.


-Enorme -matizó Carlos.


-Una serpiente enorme -rectificó Juan- que tiene unos ojos rojos que brillan por la noche.


-Grandes ojos rojos que brillaban como si fuesen de fuego -volvió a matizar Carlos.


-Sí, bueno, eso... ¿Y qué más sabemos? -preguntó Juan.


-Que vive en el caño viejo en una cueva -intervino Laura, contenta de poder participar.


-Ya... pero no había ninguna cueva -corrigió Juan.


-A lo mejor está escondida -intuyó Carlos.


-Entonces ¡habrá que encontrarla! -afirmó Andrea con determinación.


-Ya, pero si la encontramos, ¿qué hacemos con el cuélebre? -preguntó Juan.


Todos guardaron silencio mientras sus cerebros trabajaban. Al cabo de un rato, a Juan le vino una idea a la cabeza:


-Don Casildo... -comenzó a decir mientras intentaba recordar-. Don Casildo habló del párroco. Dijo que la última vez que el cuélebre se despertó, llamaron al cura para bendecir y esas cosas. A lo mejor deberíamos ir nosotros también a ver al párroco.


Todos asintieron con resolución. Aquella era por ahora la mejor idea que tenían. De modo que al día siguiente no esperaron ni un minuto tras las clases para salir corriendo calle arriba, hasta la cima de la colina sobre la que se elevaba la imponente iglesia. Se dirigieron a la rectoría y golpearon la puerta de gruesas planchas de madera mientras gritaban:


-¡Padre Benigno! ¡Padre Benigno! ¡Padre Benigno!


Se oyó una voz al otro lado que reclamaba calma repitiendo:


-Ya va, ya va, ya va...


Luego oyeron cómo se deslizaba el viejo pestillo de hierro y la puerta se abrió muy despacio, dejando escapar del interior de la vivienda un ligero olor a carne asada. Carlos se relamió y pensó si no podrían además de hablar con el cura quedarse a comer, pero luego se dijo que los otros no estarían de acuerdo y desechó la idea.


El rostro del párroco emergió de la penumbra interior mostrando la misma amplia y fresca sonrisa que siempre ofrecía a todo el mundo, pero que dejaba al descubierto sus alargados y amarillentos dientes.


-¡Niños! Qué placer y sorpresa teneros por aquí -dijo-. ¿A qué se debe esta visita?


Una mueca de felicidad recorría su cara arrugada, plegando la piel del rostro en profundos surcos que marcaban con especial énfasis su avanzada edad. Los años no habían pasado en balde por él y, aunque cuidaba su alimentación y no faltaba nunca a su paseo diario por los montes, la tez estaba ya tan distendida que le colgaba.


-Queremos bendecir una cosa y... a lo mejor usted puede ayudarnos -dijo Juan sin más preámbulos.


-Bendecir, ¿eh? -contestó el sacerdote-. Pues me pilláis un poco ocupado, pero os daré un poco de agua bendita con gran placer y con eso podréis bendecir lo que os apetezca.


El párroco cerró la puerta con una gran llave de hierro oxidado y se dirigió, con los niños detrás de él, hacia la del templo.


-¿Y qué es lo que queréis bendecir? -preguntó el padre Benigno con curiosidad.

El libro del búhoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora