El plan (Año 1483)

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Hernando de Talavera observó mudo y de reojo cómo los soldados a su alrededor llevaban las manos a sus espadas y no tardó en darse cuenta de que, de seguir con sus preguntas, acabarían por desnudarlas para silenciarlo. Los ojos llenos de ciega locura que Torquemada le dedicaba parecían confirmar aquella suposición. Lo que en el momento de la partida de la expedición fue una simple sospecha, ahora se mostraba obvio. La lealtad de algunos de los hombres que había traído (si no todos) no estaba del lado de la Corona, a la que se suponía debían servir, sino con aquel neurótico al que acababan de nombrar inquisidor general del reino de Castilla.
Sabiéndose en inferioridad y sin opciones de imponer su voluntad, que no era otra que la de la reina misma, decidió retirarse sin tentar más a la suerte. Estaba en peligro, pues, aunque justificar la muerte del jefe de la columna militar resultaría difícil, no era imposible. En especial para aquel siniestro hombre cuyas maquinaciones le habían elevado hasta las más altas instancias de la Iglesia católica ibérica. Era el maestro del engaño, de la mentira y de la astucia. Ahora, por fin, se daba cuenta de que suponía una auténtica amenaza para el reino y que eran ciertos aquellos rumores que decían que había estado envenenando el oído de la reina con las palabras que su ácida lengua escupía. No sabía, de hecho, si al volver a Valladolid Isabel prestaría oídos a lo que tuviese que decir sobre el inquisidor y al relato de lo que estaba sucediendo allí.
No obstante, en aquel momento no veía otra opción que confiar en que así fuese. De modo que, sin decir nada más, se giró para volver por donde había venido, calle arriba, acompañado por los dos soldados de su guardia personal. Apenas recorridos unos pocos pasos, oyó a sus espaldas desenvainar de toledanas. Puso entonces su ágil mente a trabajar de una manera febril hasta que se le ocurrió algo que podría ayudarle a escapar de aquella terrible situación. Sin darse la vuelta intentó jugarse su última baza y gritó a Torquemada y a los suyos:
—No sé lo que buscáis o lo que esperáis encontrar, pero, puesto que la puerta se os resiste, ¿acaso no habéis pensado en saltar el muro?
Dicho aquello, siguió su camino con paso firme hasta desaparecer al fondo de la calle sin que nadie fuese tras él.
Torquemada y los soldados se habían quedado petrificados en su sitio, como diciéndose: «¿Cómo no se nos ha ocurrido antes?».
Un instante después, media docena de soldados se lanzaban sobre los muros de aquel edificio bajo la mirada de las dos cornejas, que aún observaban la escena desde la cornisa. A los hombres del inquisidor les costó un par de intentos, pero al final lograron encontrar el medio para escalar la pared sin cuerdas. Luego, con la ayuda de los que estaban fuera y dentro, Torquemada saltó a su vez el muro y puso los pies en el pequeño patio interior.
La luz de las antorchas iluminó un pequeño jardín. Un espeso césped cubría la superficie y algunos arbustos y pequeños árboles bien podados se alineaban a lo largo de un estrecho camino pavimentado. Este se abría, hacia su mitad, en una pequeña plazuela en cuyo centro se elevaba un pozo. A la derecha se encontraba el edificio cuya puerta habían intentado derribar sin éxito y a la izquierda un segundo, mucho más pequeño. Quizá algún tipo de cobertizo o almacén.
—Vosotros, registrad allí. Vosotros, por esa otra puerta —ordenó Torquemada a sus hombres, dividiéndolos en dos grupos.
Él, por su parte, se acercó al pozo. Iluminó el interior con una antorcha y se asomó para intentar ver lo que había dentro, pero la oscuridad no quiso desvelarlo. Inspeccionó el exterior y lo único que llamó su atención fue la apenas visible silueta del ojo de una cerradura esculpida en una piedra. Aparte de aquello no había nada más que tierra, liquen y musgo. Parecía un pozo corriente. Acercó la luz a aquel grabado y, sin atreverse a tocarlo, musitó con desprecio:
—Brujería.
Luego, tomó una piedra y la dejó caer al interior del pozo, pero no pudo oír si estaba vacío o lleno de agua porque en ese preciso instante las cornejas comenzaron a graznar con todas sus fuerzas. Torquemada las miró con hosquedad y gruñó un improperio. Se volvió a girar e iluminó de nuevo el interior del negro agujero, intentando escrutar su oscuro fondo. Tampoco esta vez tuvo éxito.
Los ruidos de lo que ocurría en el interior del edificio llegaban atenuados hasta don Manuel y Jimena. Estaban sentados con la espalda apoyada contra el muro del edificio del otro lado de la calle.
Los graznidos de las dos cornejas llamaron la atención del maestre, haciéndole levantar la cabeza.
—¿Podéis ver lo que ocurre, Jimena? —dijo en voz baja para que los soldados que aún los custodiaban no lo escuchasen.
—Torquemada busca en el pozo.
Al escuchar aquello, don Manuel miró con preocupación a las aves y siguió diciendo:
—No podrá encontrar nada por ahora… Pero si insiste… —murmuró sin llegar a terminar la frase. Luego se volvió hacia la mujer que reposaba a su lado y la miró con gran compasión—. No he tenido aún la oportunidad de decíroslo, pero no sabéis lo que me alivia veros con vida, mi querida Jimena, y lo que me alegra saber que aún guardáis el control sobre vuestras dos mascotas —dijo señalando con la barbilla a las cornejas.
Jimena intentó sonreír, pero, debido a los golpes recibidos y a las heridas que tenía, apenas pudo esbozar una extraña mueca indistinguible de la del dolor. El aspecto que tenía era terrible, pues, además de los cortes y moratones, sus rasgos quedaban ocultos tras una capa de sangre reseca, barro y negra suciedad.
—Mis fuerzas… están al límite, gran maestre —dijo con un hilo de voz y, señalando con la mirada a las aves, añadió—: pero todavía puedo… ver a través de sus ojos… Al menos por un tiempo…
—Si usamos bien esas pocas fuerzas que aún os quedan, podremos poner a salvo para siempre lo que… lo que vos ya sabéis. No he tenido tiempo de poner en práctica todos los hechizos protectores necesarios y ese lugar aún no es seguro. Necesito vuestra ayuda. Lo que está en juego es más importante que mi vida o la vuestra.
Jimena comprendió al fin qué era aquello tan importante que buscaba Torquemada en aquel edificio. Lo que, sin embargo, no entendía era cómo había llegado hasta allí.
Al cabo de un instante de silencio, pareció terminar de hilvanar las ideas que le venían a la cabeza y, al hacerlo, las palabras se le agolparon en la garganta, pero sin lograr escapar de ella. Tragó saliva y volvió a intentarlo, y al final estas terminaron por salir a través de sus resecos labios, pero eran tristes y pesadas, y en nada mencionaron la desesperada petición de ayuda de don Manuel.
—Tengo… Tengo que preguntaros algo… algo muy importante, gran maestre —cada sílaba que salía de su boca parecía suponerle un esfuerzo titánico, tal era su estado de debilidad, pero se forzó a seguir para poder dar luz al oscuro pensamiento que se había instalado en su mente—. ¿Sabéis si Sancho… mi buen Sancho… está… a salvo? ¿Acaso… acaso ha logrado escapar?
—No hay respuesta fácil a esa pregunta, pues debo deciros que no. —Aquello sonó como un puñal que se clavase en el corazón de Jimena y confirmó las sospechas que ya tenía—. No ha logrado ni querido huir. Muy al contrario, se ha comportado con un heroísmo que le hará ser recordado en los cantares de gesta. Si nuestro tesoro está a salvo es gracias a él.
—Pero, maestre, no me tengáis… en este sinvivir. ¿Dónde está él? ¿Qué ha sido… de él? ¿Acaso… ha sido capturado?
—Mientras logremos mantener a salvo el tesoro, él estará seguro.
—¿Cómo… es eso posible? —Los ojos de Jimena brillaron en la penumbra con las lágrimas que comenzaban a asomar. El silencio se interpuso entre ellos, pero la expresión del rostro de don Manuel fue tan evidente para ella que no tardó en comprender el significado de sus enigmáticas palabras—. No… no me digáis que él…
El gran maestre afirmó con la cabeza y dijo en voz baja:
—Sancho se ha convertido en el custodio del tesoro. Él mismo tomó tan difícil decisión. Nada le pedí, os lo juro. De cualquier forma, tampoco habría podido, pues, como sabéis, si lo hubiese hecho no habría funcionado. Ahora nos toca a nosotros. Debemos honrar su sentido del deber y su sacrificio con nuestros actos o no habrán servido para nada.
Una amarga lágrima resbaló por la mejilla de Jimena, mezclándose con la sangre y el barro que oscurecían su rostro.
—Sé que es duro oír lo que acabo de deciros, pero, dadas las circunstancias, creo que Sancho es el que mejor saldrá parado de nosotros tres. Él vivirá mil años más, pero solo si logramos perpetuar el engaño. En cambio, nosotros… nosotros, mucho me temo que no pasaremos de esta noche. Ahorrad vuestras lágrimas y fuerzas, porque de una manera u otra no volveremos a verle. Si grande ha sido su sacrificio mayor ha de ser el nuestro.
—Me hubiese gustado despedirme de él —dijo como toda respuesta a las conmovedoras palabras de don Manuel.
El gran maestre asintió y añadió:
—Él sabe del amor que le profesáis.
Ambos guardaron de nuevo silencio durante un rato, mientras escuchaban los sonidos del registro que llegaban del interior del edificio. Pero según iban pasando los minutos la expresión de Jimena se fue volviendo más segura y decidida. Entonces, y sin levantar la mirada del suelo, susurró a don Manuel:
—Hagámoslo. Salvemos… la vida de Sancho y… a nuestro tesoro —dijo entre jadeos por el esfuerzo.
El maestre sonrió, miró a los soldados que les rodeaban y comprobó que prestaban más atención a lo que ocurría tras los muros del edificio que a los que estaban en la calle.
—Tengo un plan, pero no podremos hacerlo solos —susurró—. Necesitaremos de Fernando. ¿Crees que…?
—Sé… que logró huir por el túnel —le interrumpió Jimena—. No creo… que ande muy lejos. Lo buscaré… con la ayuda de mis alados amigos.
En ese momento, una de las cornejas levantó el vuelo y se perdió en la oscuridad de la noche.

El libro del búhoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora