El primer día de escuela (El presente. Final del verano de aquel mismo año)

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Todo cambio es siempre difícil y en ocasiones puede costar adaptarse a él. Aunque ese no fue el caso de los recién llegados. Al principio, cuando Juan y Laura supieron que se iban a vivir a otro lugar, lejos de su ciudad, sintieron el miedo que cualquiera puede tener ante lo que desconoce: ¿Los niños en el nuevo cole serían simpáticos o se reirían de ellos? ¿Podrían hacer amigos? ¿Se aburrirían?
Una semana después de haber llegado a San Cipriano, todas aquellas dudas quedaron resueltas: los cuatro niños del pueblo se llevaban a las mil maravillas y siempre iban juntos de un lado para otro. Aunque a la pobre Laura a veces la dejaban un poco de lado en sus juegos, debido a su temprana edad y a su timidez, intentaban integrarla lo mejor que podían en el grupo. Juan, por supuesto, era el que más atento estaba, pues se sentía responsable de ella fuera de casa.
Luego, a medida que el verano fue acercándose a su fin, a los dos advenedizos les empezó a entrar aprensión por el primer día de escuela: ¿Sería el maestro amable y simpático con ellos? ¿Les pondrían muchos deberes? ¿Sería demasiado exigente y estricto?
La respuesta a aquellas nuevas preguntas llegó el primer día de clase. Aunque Carlos y Andrea ya les habían advertido del carácter que tenía el que iba a ser su profesor de escuela, ninguno de los dos se lo tomó en serio hasta que no lo descubrieron por sí mismos.
—No es ni mucho menos mi rol el juzgar la forma en la que educan ustedes a sus hijos, pero me siento en la obligación de subrayar que, de mis cuatro alumnos, ¡ninguno ha llegado hoy a la hora! —comenzó diciendo aquel día.
Sofía, sorprendida por aquellas primeras palabras de bienvenida, estuvo a punto de cortarle la palabra para protestar. Al fin y al cabo, habían sido tan solo dos minutos de retaso y además era el primer día. Sin embargo, al ver que los padres de los dos amigos de sus hijos bajaban la cabeza y no decían nada, optó por seguir su ejemplo, guardar silencio y seguir escuchando.
Don Esteban era un profesor jubilado que había ejercido la mayor parte de su carrera profesional en un establecimiento de alto prestigio. Durante aquellos años forjó su carácter como maestro. A nadie se le escapaba que en su vida corriente era un hombre serio. Su rictus era tal que se diría nunca hubiese sonreído y vestía siempre de forma impecable, aunque fuese para subir a lo alto del valle: portaba en cualquier circunstancia un jersey o chaleco de pico que dejaba ver su corbata anudada con perfección al cuello de una camisa planchada al milímetro. Sus pantalones siempre tenían la raya bien marcada y sus zapatos lustraban como si fuesen nuevos. Además, su figura era alta y esbelta y su permanente postura rígida y estirada hacía resaltar aún más estas características. Por último, el bigote blanco y recortado y su espesa y lisa cabellera cana peinada hacia un lado le daban el toque final a un personaje que parecía muy estereotipado.
—No toleraré, repito, no toleraré —continuó diciendo— la falta de rigor y disciplina de mi alumnado. Deben saber todos ustedes, padres y estudiantes, que cualquier retraso supondrá un castigo. La puntualidad es un signo de respeto primordial. Y no caigan en el error de pensar que esta es tan solo responsabilidad de sus hijos. Lo es, pero también y, sobre todo, de ustedes, los adultos, ¡que para eso lo son!
Sofía escuchaba sin pestañear, pasmada ante el numerito que estaba montando por haber llegado tarde unos minutos. Sentía una mezcla de asombro y enfado y por un instante dejó de prestar atención. Lo observó de arriba abajo, diciéndose a sí misma que no era más que un viejo estirado que no había sido capaz de adaptarse a los nuevos tiempos. Cuando volvió a la realidad, el maestro seguía con las mismas divagaciones con las que había empezado minutos antes:
—… el castigo no debe ser tomado como un ultraje, algo negativo, sino como una oportunidad. Una oportunidad de mejora para la persona que lo recibe. Una oportunidad para descubrir sus propios defectos y encontrar el buen camino…
«¡Castigos! ¡Está hablando de castigos! —pensó enojada—. ¿Ahora nos va a dar lecciones de como castigarlos y educarlos?». Aquello era demasiado. Sus hijos estaban bien educados, de eso no le cabía duda alguna, y nunca había recibido ninguna queja del anterior colegio. ¿Quién era ese hombre para hablarles de aquella manera?
Le miró a los ojos, intentando descubrir a la auténtica persona que se ocultaba tras aquella exagerada máscara de disciplina, seriedad y seguridad en sí mismo. Mientras lo observaba, Sofía pensó en la mujer de don Esteban, Elvira. Parecían estar hechos el uno para el otro, pues era también una mujer de gran porte y elegancia y aún guardaba parte de aquella belleza que debió lucir en su juventud. Pero en el carácter eran lo opuesto el uno del otro. Tan amable, alegre, sonriente y habladora era ella que cualquiera diría que lo hacía para compensar la sequedad y seriedad de su marido. Y, en verdad, tal vez así fuese.
—… hablar en clase sin permiso, castigo —escuchó decir al maestro cuando regresó de sus elucubraciones.
—¡Jo! —protestó Andrea al sentirse señalada por la punzante lengua del maestro—. Pero si no he hecho nada.
—Pero ya nos conocemos, señorita Gómez —repuso don Esteban, confirmando que aquellas últimas palabras eran un disimulado mensaje para su alumna—. Sigo: no traer hechos los deberes o traerlos incompletos, castigo, por supuesto. Ausencia injustificada, castigo…
Sofía, irritada y aburrida por lo que escuchaba, volvió a alejar su mente de allí.
Cuando por fin terminó aquella larga y tediosa introducción al curso que estaba a punto de empezar, Sofía salió de la escuela pensando que tenía que hablar con su marido de todo aquello y que, si don Esteban se sobrepasaba un pelo con sus hijos, conocería a la auténtica Sofía.
Sin embargo, a medida que pasaban los días, no fue necesario sacar a la luchadora que llevaba dentro. Juan y Laura quedaron tan impresionados por el discurso de don Esteban que se portaban mejor de lo que lo habían hecho nunca. Ni siquiera había que recordarles que debían hacer los deberes. Ellos mismos se aseguraban de que estuviesen hechos antes de salir a jugar a la calle. Tuvo que reconocer la bondad del método y de toda aquella palabrería, a su juicio, barata. Seguía sin gustarle aquel hombre, tan rudo en el hablar y tan seguro de sí mismo que cada palabra suya parecía querer decir «sabes que tengo razón». Pero sus hijos se portaban tan bien que no tuvo la oportunidad de comentar con los demás la desconfianza que, no obstante, seguía sintiendo hacia el maestro.
De esta forma, los días y las semanas pasaron hasta que, dos meses después, el otoño llegó y el valle comenzó a mudar poco a poco. Los tenues aromas del calor del verano dieron paso a los olores cargados de humedad de la nueva estación. Los alegres cantos de las golondrinas, que hacía ya tiempo que habían cesado, fueron sustituidos por los bramidos de los ciervos en celo, verdaderos señores de aquellas lindes. Las laderas de las montañas comenzaron a teñirse de naranja, rojo, marrón y amarillo. Las nieblas empezaron a bajar de los riscos cada atardecer, como si del aliento de la montaña se tratase, y los días iniciaron su carrera contra el sol, acortando su duración lenta pero inexorablemente.
Cierto día, sin embargo, la bruma no descendió del abrigo de las cumbres en las que nacía, como tenía costumbre. Parecía que algo la retuviese. Allí permaneció hasta que la noche hubo extendido su velo, oscurecido el valle, encendido la luz de las estrellas y trasladado a los habitantes de San Cipriano al mundo de los sueños. Entonces, una voz, surgida de la parte alta del pueblo rompió con trémulas palabras el silencio que gobernaba las calles a aquellas horas intempestivas. Pronunciadas en algún idioma arcano, parecieron ordenar al viento que se pusiese en movimiento, pues comenzó a soplar arrastrando tan crípticas palabras montaña arriba igual que a las hojas del otoño. Como si siguiese las órdenes de aquellos versos olvidados, el aire cambió el rumbo de su devenir por la vaguada y comenzó a soplar del este. Impulsada por su ímpetu, la niebla se arrastró ladera abajo y comenzó a invadir el valle como debería haber hecho horas antes. Sin embargo, tanto había permanecido en las alturas que ahora era tan densa que apenas se podía distinguir nada a través de su blanco manto. Pero parecía no llegar sola. Algo más traía el viento con él, pues a la vez que la bruma cubría el pueblo y llenaba las calles, un gemido quejumbroso se elevó entre los tejados y tras él un leve rugido semejante al de un animal. A esto le siguieron primero algo parecido a un aleteo y luego un extraño ruido, como si algo muy pesado se arrastrase.
A Carlos, que se había levantado al baño, no le pasaron desapercibidos, aunque atenuados por los muros de la casa, todos aquellos enigmáticos sonidos. Aún adormilado, no pudo resistir la curiosidad y abrió un poco la contraventana para echar una ojeada fuera, con la intención de volver después a la cama. A través del cristal pudo ver que la niebla, mezclada con la luz amarilla de las farolas, lo invadía todo.
Sus ojos recorrieron los tejados de las casas más próximas, apenas visibles a través del velo blanco que los cubría. Al fondo, se apreciaba la débil silueta de la torre del campanario junto a la imponente fachada de la iglesia. Al principio no vio nada extraño y se disponía a seguir su camino cuando algo llamó su atención. El torreón no tenía la forma habitual. Parecía deformado por numerosos abultamientos que lo recorrían a lo largo de toda su altura. Se frotó los ojos y al abrirlos volvió a ver lo mismo. Se encogió de hombros y se dijo que debía ser un efecto de la niebla. Pero después comenzó a oírse con toda claridad el mismo sonido de arrastre que había escuchado antes.
Carlos no estaba muy seguro, pero creyó ver que las ondulaciones que recorrían la torre se movían a lo largo de ella, dando la extraña impresión de que el edificio estuviese vivo. La forma en que lo hacían le parecía extraña y la perspectiva incomprensible. No era capaz de entender qué era lo que estaba viendo. Por eso permaneció unos minutos con la cara pegada al cristal, pese a lo inquietante y surrealista de la escena. Forzaba los ojos cuanto podía, intentando comprender lo que sucedía, pero la bruma era demasiado espesa para poder desentrañar sus misterios desde aquella distancia.
De pronto vio cómo dos luces rojas asomaban tenues entre la dorada niebla. Por un instante las observó evolucionar. Se movían en paralelo y de arriba abajo y crecían en tamaño a medida que su brillo se intensificaba. Entonces, la niebla se aclaró un poco, desvelando una sombra alrededor de las luminarias. Esta se fue perfilando hasta que Carlos pudo distinguir su forma. Ante él había aparecido la cabeza de una serpiente gigantesca cuyos ojos brillaban como dos ascuas ardientes.
Y aquellos miraban a Carlos.
El pánico recorrió su cuerpo, inmovilizándolo en el sitio. Pero en cuanto vio a aquel ser abrir sus fauces para emitir un leve rugido, la parálisis desapareció. Salió corriendo de su habitación como alma que lleva el diablo gritando con todas sus fuerzas:
—¡Mamáááááá!
Sus padres se despertaron, asustados ante la desesperada llamada de su hijo.
—Carlos, pero ¿qué ocurre? —le preguntó su madre inquieta al tiempo que lo recibía entre sus brazos.
—Hay… Hay… ¡Hay un monstruo en la ventana!

El libro del búhoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora