El caño viejo (El presente. Otoño de aquel mismo año)

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Hacia la mitad del pueblo, giraron a la izquierda y tomaron una estrecha senda que descendía en dirección al río. Antes de llegar cogieron otra vereda que serpeaba ascendiendo por la cara occidental del valle. No lo parecía, dada su edad, pero don Casildo estaba en una forma física tal que parecía que el bastón que llevaba a todas partes no fuera sino un elemento decorativo, en vez de un soporte para sus envejecidas piernas. A los niños les costaba, incluso, seguir su paso.


Cuando dejaron atrás los abandonados huertos, cercados por muros de piedra medio derruidos, y las antiguas eras invadidas por matorrales, llegaron a las lindes de un brazo del bosque que descendía por la ladera de la montaña hasta el río. Era tan tupido que los ya débiles rayos del sol apenas lograban deslizarse a través de los huecos entre las hojas. De modo que, cuando se internaron en él, la luz se oscureció tan de súbito que era como si el tiempo se hubiese adelantado hasta el final del atardecer.


-¡Carlos! ¡Que no te pegues, jolines! -se quejó Andrea cuando tropezó con el pie del grandullón.


-Es que está muy oscuro -respondió este, sintiendo que la inseguridad lo invadía.


-¡Venga, niños! No os quedéis atrás que ya casi hemos llegado -se oyó decir a Casildo, que se alejaba a buen ritmo.


Carlos, temiendo perderse y quedarse a solas con Andrea, se despegó de ella y aceleró el paso tras el anciano.


Se desviaron por otro estrecho sendero a la derecha del que seguían, apenas visible salvo para los que ya lo conocían. Este descendía de nuevo hasta casi llegar al río, donde una pared rocosa se elevaba a la izquierda y una empinada pendiente caía del otro lado, abriendo un claro entre las frondosas ramas de la arboleda. Allí, durante algunos metros, la senda se estrechaba aún más, obligándoles a pegarse a la roca. A medida que avanzaban, pequeñas mariposas blancas y azules alzaban el vuelo, surgiendo del musgo de la piedra, las briznas de hierba y las flores que había por todas partes pese a lo tardío de la temporada. Su batir de alas levantó y expandió la dulce fragancia de las flores, que se mezcló con el ambiente que dejaba la roca húmeda. Gotas de agua resbalaban por los salientes rocosos, reflejando la luz del sol en un millar de pequeños destellos. La escena tenía una belleza sobrecogedora.


Luego el sendero volvió a agrandarse y dio paso a una pequeña plataforma cubierta de un tupido césped.


-¡Ah! Aquí está -oyeron exclamar con gran satisfacción los niños al ágil anciano algunos pasos delante de ellos-. Los años pasan, pero los caminos no se olvidan. ¡Y la fuente sigue tal cual la recuerdo!


-¡Hala! Es muy bonito -exclamó Laura maravillada.


-Ahora sé por qué era su lugar favorito -comentó Carlos extasiado.


Cuando llegaron a su altura, exhaustos, pudieron al fin contemplar una fuente natural que brotaba de una grieta en la pared. Un fino chorro de agua caía sobre una oquedad cubierta de musgo y excavada de forma natural en el granito del suelo gracias a cientos de años de líquido cayendo sobre ella. El lugar era tan recóndito que cualquier persona ajena a la comarca no habría podido encontrarlo, salvo por puro azar al perderse en el frondoso bosque de las laderas del valle. Y tan tranquilo que solo se oía el agua del manantial caer y el río discurrir un poco más abajo.


-¿Eso es todo? -preguntó de repente Andrea tras algunos segundos de silencio.


-¿Cómo que «eso es todo»? -exclamó perplejo don Casildo.


-Sí... No sé... Esperaba encontrar la cueva del culebro ese... o como se llame -dijo Andrea con denotada decepción.


-Cuélebre. Es un cuélebre -exclamó don Casildo en un tono en el que se notaba la desesperación-. Por supuesto que no hay ninguna cueva. Si fuese tan obvio...

El libro del búhoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora