Agua (Año 1483)

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Jimena, cerró los ojos y lanzó, con un susurro, el hechizo que le permitía tomar el control de una de las cornejas. Esta, a su vez, azuzada por una fuerza invisible, remontó el vuelo y se alejó.
Mientras, don Manuel la observaba con preocupación. Escuchaba la repetitiva cantinela en la que se había convertido el conjuro que recitaba Jimena y miraba de reojo a los guardias, con la esperanza de que no escuchasen todo aquello. Estos, para gran consuelo suyo, tenían la atención más puesta en lo que ocurría dentro del edificio que fuera. En alguna ocasión ordenaban callar a sus prisioneros, pero sin mostrar demasiado interés en lo que hacían.
No había pasado mucho tiempo cuando Jimena exclamó en voz baja:
—He encontrado a Fernando.
—Fantástico —repuso el gran maestre lo más bajo que pudo—. Ahora dile que necesito que materialice agua en el cubo de ese pozo ahora mismo. Cuando tiren de la cuerda y este salga a la superficie, el caldero no debe aparecer vacío o lo descubrirán todo.
La mujer repitió la demanda de Manuel a un personaje invisible que solo ella podía ver.
—Fernando, soy Jimena… Sí, soy yo, hablándoos a través de uno de mis pájaros. Escuchad, no tenemos tiempo. Estoy con nuestro gran maestre y necesitamos que materialicéis agua en el balde del pozo de la Casa de los Guardianes.
Uno de los soldados se dio la vuelta. Con la mano sobre el pomo de la espada, se acercó a la mujer. Sacó el arma despacio, colocó el filo sobre el cuello de la mujer y acercó la cara a la suya.
—He dicho silencio —dijo con ira—. No volveré a repetirlo. Solo hay una cosa que os mantiene con vida, bruja —añadió, señalando con la cabeza hacia el edificio donde Torquemada se encontraba—. Pero, si volvéis a tentar una sola vez más vuestra suerte, no dudaré en cortaros el cuello.
Retiró la espada, haciendo deslizar el filo por la piel del cuello de Jimena hasta que brotó un hilo de sangre. Luego la envainó y se alejó.
Manuel se acercó a ella y le puso la mano en la mejilla para levantarle la cara y poder ver la herida. Ella, sin embargo, le tomó la muñeca, le apartó el brazo y volvió a cerrar los ojos.
Mientras, en el interior del edificio, unos soldados volvían a reunirse con Torquemada después del registro de las edificaciones aledañas al patio.
—No hemos encontrado nada, su excelencia. Libros y pergaminos con diabólicas palabras. Pero nada de lo que busca —dijo uno de ellos.
Del otro lado del patio tampoco trajeron mejores noticias.
—Nada hemos hallado —dijo otro soldado.
El inquisidor asintió con severidad y volvió a dirigir su mirada al pozo.
—Veamos, entonces, qué se esconde ahí dentro —dijo—. Tirad de la cuerda y subid el cubo.
—¡Hazlo! ¡Ahora! —dijo Jimena a la entidad invisible con la que hablaba.
Su frase no pasó desapercibida y esta vez no uno, sino dos de sus guardianes se dieron la vuelta. Se miraron entre ellos y uno desenvainó la ropera.
—Debes ser dura de oído o no quieres entender —dijo—, pero verás como ahora lo comprendes todo.
El balde asomó por la boca del pozo y, con un brusco movimiento, uno de los soldados lo sacó y lo apoyó en el borde. Después, los presentes se asomaron en círculo para observar su contenido. Torquemada, inexpresivo, introdujo la mano hasta el fondo del cubo y la sacó en un lento movimiento… empapada de agua.
—¡Maldición! Se han burlado de nosotros haciéndonos perder el tiempo en este lugar. ¡Aquí no hay nada! —exclamó.
De pronto, un tumulto en el exterior les hizo desviar su atención hacia allí. Algo ocurría con los prisioneros.

El libro del búhoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora